
“El miedo a la pérdida es un camino a la oscuridad”
De pequeño no me daban miedo Drácula ni La Bruja. De otras fobias mi atormentada alma a revestirse acostumbraba. Confesaré que, una de las más mortíferas, por ridícula que pueda parecer, y sin temor a que así lo parezca, tenía que ver con mi capacidad de retención de líquidos.
Desde que de mi existencia tuve una mínima consciencia, sufrí de sobredosis de agitación e impaciencia interna. No tardé en descubrir que, si mi nerviosismo iba en crescendo, me entraban más ganas de ir al retrete a orinar.
Aunque no hubiera bebido apenas nada de agua, me podía asediar una fulgurante necesidad, contenible en una línea de tiempo muy estrecha y corta. Más estrecha cuanto más se acortaba.
Por esto, siempre que me encontraba en situaciones en las que esta actividad tan banal, de vaciar mi vejiga, se me podía complicar, los nervios llegaban por su propia cuenta.
Ellos solos surcaban toda mi médula espinal, por control remoto instantáneo, desde el mando involuntario de mi encéfalo. Tenían vida propia. Ajena. No los podía controlar. Como un acto reflejo, me pasaba que no tener un baño cerca era igual a tener ganas de mear.
De esta manera, puede ser que mi mayor aprensión por estas fechas fuera ir al cine. Y eso que a mí me encantaba ver películas. De todo tipo. Me sigue encantando. ¡Y antes me gustaba absolutamente todo lo que veía en ellas!
Hasta las cutres me gustaban. Todas las comprendía y respetaba. Del género que fueran: de culto, de comedia, de tragedia; buenas, obras de arte, malas y malísimas. En todas ellas reconocía la esencia y belleza extrema del séptimo arte. El triunfo de la mediocridad sin despreciar por esto la excelencia.
No así mi padre, que era mucho más crítico. Y lo que a él más le podía molestar en esta tierra, era que una película, que no hubiera recibido su aprobación, gozase de un gran éxito (lo que solía pasarle muy habitualmente).
No lo podía soportar. Se sentía personal y gravemente ofendido. No lo toleraba. Por las noches se pasaba horas y horas hablándole a mi madre dormida, con voz devota, de que eso no podía ser. –¡No puede ser! ¡Cómo se puede tener tan mal gusto, Mari Antonia! Esto sucede porque la gente ya no tiene valores religiosos. Se ha perdido todo. Ya cualquier cosa vale. Esto no está bien. Nada bien. Y te diré por qué–
Muchas noches me dormí con esta cantinela inagotable. Me daba igual. Mi gusto por todo lo recogido en cualquier fotograma no cambiaba.
Lo único que a mí no me agradaba, era perder la libertad de moverme sin que nadie con mis movimientos se extrañara. Ya que, a pesar de que aquí en el cine, como es de esperar, sí que tenía varios urinarios casi al alcance de mi mano, no los podía usar sin que nadie se diera cuenta. Y precisamente por esto, tampoco cuantas veces quisiera, si mi reputación quería salvaguardar.
Para no pasarlo tan mal, no me hidrataba nada el día señalado en el calendario para ir a ver el estreno de una cinta. Durante la misma, sólo me permitía darle un único sorbo a la bebida, que calmase mínimamente la sed de las saladas palomitas. Me obligaba a esperar a la última media hora para concederme beber todo lo que el cuerpo me pidiese.
En mi mente, me decía continuamente que no me podía arriesgar. Si empezaba a saciar mi boca desde el comienzo, me condenaría. Podía pagarlo caro con un desarrollo muy tenso, en el que tendría muchas opciones de necesitar escapar de la sala corriendo. Y el problema no era hacerlo una vez, sino una tras otra. No poder parar.
Mi hiperactiva mente, imaginaba cómo llegaba a un punto en el que no podía evitar entrar y salir una y otra vez con urgencia impulsiva. Procurando en todo momento, sin éxito, pasar desapercibido en la oscuridad traicionera.
Mientras tanto, todos los espectadores dejaban de mirar a la pantalla para dirigir la vista a esa ridiculez de niño enajenado que, sin duda, era mucho más divertido que lo que en el blanco se plasmaba.
¡Se creerían que estaba mal de la próstata! Y no me veía en disposición de las fuerzas como para dejar de pensar en cómo se reirían de mí sin poder parar, mientras yo tampoco podía parar. Era absurdo y muy agobiante. Más agobiante incluso que absurdo.
Pero tan absurdo que nunca me llegó a pasar. Y si llegaba a la última media hora de la duración sin haber tenido que escabullirme ninguna vez de la sala, me relajaba. Entonces podía empezar a saborear mi victoria. Estos finales eran lo mejor. Yo me despedía entonces de la butaca triunfante. Me había superado una vez más.
Los comienzos eran lo que daban miedo. La espera con los anuncios previos se me hacía eterna. Más teniendo en cuenta que, mi hermano pequeño, se nos ponía a cantar algo así como “que empiece ya, que alguien se va, no sé cuál se marea y el público se mea”, lo que claramente no me ayudaba. ¿Y si tenía que salir en la quietud entre un anuncio y otro o nada más comenzar la película? ¡Qué irreparable vergüenza!
Cuando más me angustiaba, era cuando se apagaban las luces y se encendían los altavoces. Entonces la gente vociferaba como loca, llena de ilusión, de llamas. Yo, por el contrario, notaba que ya me estaban entrando unas ganas imperiosas de ir al servicio, aunque no fuera verdad.
Por todo esto, la magia calmada del cine para mí, en mi infancia, quedaría siempre relegada a mi memoria. Nunca la pude sentir en el momento presente. Todo de mí se lo comían el estrés y el agarrotamiento.
¿Cómo se puede recordar un sentimiento que no has sentido? A lo mejor porque quise sentirlo.
Si la proyección era larga o corta, ¡daba igual! No me tranquilizaba que durase menos. Los nervios hacen que no pase el tiempo. Creo que estas fueron de las primeras veces que sentí ansiedad. La suerte, es que esta sensación iba en retroceso según avanzaba el metraje.
Lo malo, es que esta idea fija y este temblor, también estaban presentes en las excursiones en autobús con el colegio. Circunstancias en las que todo se tornaba aún más dramático. Puesto que en la sala de cine no me solía conocer nadie más que mis padres y mi hermano. Pero esto no era así en clase, y en el vehículo iba toda el aula más los maestros. Ahí metido sí que corría el inminente peligro de hacer un monumental e inolvidable ridículo. Y yo era muy consciente de esto. Demasiado consciente.
“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Y la roca dura porque esa ya no siente. Que no hay mayor condena que la de una vida consciente”. Demasiado joven para adivinar, en mis primeros acercamientos a la poesía, la verdad y mentira en estos versos del desengaño final, de Rubén Darío.
Encima, mis compañeros no podían estarse quietos. Era superior a sus fuerzas. Se levantaban, miraban hacia atrás sin razón ni corazón, sin cesar y sin marearse, zarandeaban el asiento, tiraban de las cortinas, tiraban objetos… todo como si no sintieran nada. Era el jaleo por el jaleo. Vacío y absurdo.
Desde que subían, no le dejaban opción alguna al silencio. Lo perturbaban al canturrear sin tregua eso de “no sé quién se ha hecho pis en el saco de dormir”. Lo que me hacía absolutamente imposible olvidar mi obsesión, mi miedo, ni por un solo instante del trayecto. Y todavía toda la vuelta me quedaría aguantar. No sé cómo, pero fueron viajes insoportablemente soportables.
Iba todo el tiempo mirando el reloj, concentrado. Presa rendida de mi manía. Cuanto más me concentraba, más me alteraba y más mi corazón se aceleraba sin rumbo. El único que en estas ocasiones no me importaba nada lo que pensara, era el conductor.
“El conductor no se ríe” era un cántico alternativo que yo agradecía, porque me prestaba algo de descanso. Un tiempo muerto ligero. Aunque, evidentemente, dada mi circunstancia mental, no tan muerto. Pues al igual que el señor serio al volante, yo intentaba evitar por todos los medios que me entrara la risa por nada.
En estos momentos tan tensos, echaba de menos ir al cine de mi barrio. A estas excursiones no me acompañaba el calor y seguridad de mi familia. Además, no tenía la distracción de la banda sonora de una película en la que sumergir y en algo ahogar la exaltación de mis sentidos agotados.
En estos autocares sólo tenía la martilleadora matraca del “fulano se ha meado…”. Y me encontraba solo. El único pensamiento que aquí me aquietaba, era el de mi padre controlando estoicamente el dolor.
A mi hermano y a mí nos encantaba el Día de los Inocentes. Lo esperábamos con ansia todo el año, ingeniando multitud de chistes diferentes. Éramos muy originales. Pero había una inocentada estrella, tan simple y fácil de ejecutar, como asombrosa. Nuestro padre era la irreemplazable víctima que elegíamos para ella. Él siempre picaba. Esta broma se llamaba “que me quemo”.
El “¡que me quemo!” se efectuaba a la hora de comer. Consistía en colocarle una doble hoja de papel plegable en el asiento a nuestro inexpresivo padre, justo antes de que se sentase. Una lámina gruesa que, al entrar en reacción consigo misma y con el calor humano, se iba calentando cada vez más, poco a poco… hasta el punto de que, si te descuidabas, podías salir ardiendo. Creo que por esto dejaron de venderlo.
El caso, es que alucinábamos de cómo se aposentaba encima y aguantaba con ello en el trasero toda la comida. Estábamos muy pendientes a todos y cada uno de sus ademanes y gestos.
Veíamos cómo empezaba a ponerse colorado, a mover las cejas y retorcer los labios. Trataba de encontrar un punto fijo en firmamento del mantel en el que centrar y detener su preocupada mirada.
Levantaba una y otra nalga, como si en cualquier momento se fuese a tirar un mal disimulado cuesco. Al compás de esto, su cuerpo inclinaba y estiraba el cuello, rotándolo 90o. Y, retrasando los hombros hasta colocar los brazos en asa detrás de la espalda, terminaba por agachar la cabeza buscando cobijo en su pecho; como queriendo meterse en sí mismo, refugiarse en sus adentros; como si le diese una vergüenza espasmódica decir nada; como si no quisiera sacar afuera muestra de debilidad ninguna.
No era hasta el postre, cuando ya el dolor debía de hacérsele literalmente insoportable, que se decidía a mirar debajo y tirar el papel con brusquedad, pero sin rabia. Y dirigiendo hacia nosotros sus ojos, expresaba un escueto, pero sincero, “gilipuertas”.
La verdad, es que esta broma era la que menos gracia nos provocó siempre de todas. Nos gustaba mucho más la de la tarántula de plástico que salía del armario. ¡O la del gusano que asomaba por la puerta! Que éramos uno de los dos tirados de lado en el suelo. Solía ser yo el que se tumbaba, coordinándome con mi hermano, que se encargaba de gritarle –¡pero qué es eso que sobresale por debajo!– a todo aquel que por el pasillo transitase tranquilo.
Una bufonada que aprendimos precisamente de nuestro padre. Aunque era raro porque él no se reía nada al llevarla a cabo. Se vestía de traje y la hacía sin despeinarse. Era como si se enorgulleciese de ver cómo se asustaba el personal y él no.
¿Pero cómo te vas a asustar de una chanza que haces tú mismo a otra persona? Muy tonto tienes que ser. Sin embargo, nos preguntábamos ¿de dónde venía entonces su intento de nobleza huyendo de la risa? ¿De ver tal vez cómo el susto de los demás podía ser mayor que el suyo? ¿De saber que tenía el control sobre algo que en otro tiempo le comió por dentro? ¿De respetar el sobresalto de los demás?
Lo que no termino de entender es por qué repetíamos todos los años la pesada broma de la lámina candente. Quiero pensar que, más que por la risotada, ya sería por un motivo de admiración pura. ¡Cómo podía aguantar ese hombre terco tantísimo tiempo la quemazón! Era pasmoso.
Estábamos seguros de que cualquier otro, en cualquier otra casa, se habría levantado hace rato de un salto soltando un alarido y exclamando “¡que me quemo!” a vivo fuego. Pero nuestro padre nada. Él mantenía su trasero fiel a las brasas.
Por esto me tranquilizaba sobredicha imagen estoica. Porque mientras me encogía cada vez más, intentando cerrar mi vejiga a toda costa, el retorcimiento de mi padre me alentaba y me daba la confianza que precisaba para poder aguantar hasta la meta.
Pensando en él, sabía que era posible. ¡Podía ser! Por muchas ganas que tuviese, por mucho que doliese, ¡por mucho que no pudiese respirar y rogase que se acabase ya! Era capaz de aguantar un poco más. Sólo un poco más. Y luego otro poco.
Casi con seguridad, fuese esto de entrar en una racha meadera inagotable mi primer gran pavor importante. Fue lo que nunca me atreví a contarle a nadie. Yo, que pensaba que los adultos no tenían miedos tan raros, absurdos e inconfesables, crecí y supe que podían ser mucho peores.
El mayor episodio de histeria colectiva en mi familia se había producido en un verano frío, estando todos en el pueblo Argañoso. Aparcó al lado del río, cerca del puente, a unos escasos cincuenta metros de nuestra entrada trasera, una autocaravana. En ésta, vivía una inofensiva familia hippie, amantes de la paz y la naturaleza.
Pero nosotros, que no amábamos nada de eso, y que no sabíamos quiénes eran, creíamos tener razones de sobra para la sospecha. Es por esto, que se tomaron precauciones desorbitadamente justificadas. Y cuando algo se justifica demasiado, es porque no tiene mucha justificación.
Seríamos unos veinte en la húmeda casa. Por la que empezó a correr, más rápido que las cucarachas, el rumor de que habían arribado unos bandidos al lado nuestro del riacho. Y lo que se les ocurrió a los adultos, tras un improvisado cónclave en el salón, fue parapetarnos en el piso elevado.
Sin perder ni un segundo, evacuaron toda la zona de abajo. Subieron a mi hermano, que estaba dormido y que despertaría al día siguiente en otra habitación, a oscuras, muerto de miedo y sin encontrar la puerta ni ninguna salida. Y sin que nadie se acordase de él.
La única que se quedó abajo fue nuestra abuela, porque se cerraba por dentro y dormía al fondo del pasillo. O eso dijeron. Yo creo que fue más bien porque a nadie le importaba un mínimo.
Montamos nuestra trinchera en la escalera, a sabiendas de que una posición prominente nos daría ventaja. De esto nos había hablado toda la vida con energía y pasión nuestro curioso abuelo Agustín, ¡al que de repente se le presentaba la ocasión de demostrarnos que era no sólo cierto, sino útil, todo lo que había estudiado!
Agustín tuvo inquietudes. Ya en la segunda mitad de su vida se propuso aprender inglés para leer a Shakespeare en su idioma natal. Lástima que esta propuesta suya no le salió muy bien y sólo le sirvió para que se riesen de él.
Fue un hombre lector, con dudosa reputación de erudito, que se había empapado de la historia del siglo XVII. Leyó muchísimo de las luchas de espadachines en escaleras de caracol, y en éstas especialmente se había instruido. Toda su carrera universitaria, todos sus reconocimientos, sus años de profesor, su fama y su cátedra. Todo giraba en torno al poso infinito de los caracoles y las espadas. Así que hubo que hacerle caso.
Estábamos armados hasta las tráqueas con pistolas de balines, escopetas de perdigones, bengalas y todo tipo de herramientas de jardín. Un milagro que no nos desgraciamos los unos a los otros. Porque continuamente alguien escuchaba ruidos, alguien decía que estaban subiendo… y los instrumentos se sacudían de aquí para allá con violencia; sin cuidado, concierto, ni necesidad.
A pesar de toda esta locura floreada, es probable que en la experiencia de una psicosis compartida no se pase tan mal. Tiene sus momentos entretenidos. Es verdad que cuando a tu alrededor sólo hay descerebrados, renacen el caos y pánico atávicos, que van hacia un desenlace que puede resultar nefasto. Pero, si lo piensas, por lo menos el canguelo no deja de estar repartido entre varios.
Lo malo es cuando tienes que enfrentarte en soledad a él. Y, por disparatado que pueda parecer, hay miedos tan irracionales y ridículos que se pueden compartir sin problema porque son bien acogidos por la sociedad; y otros que, aun teniendo un trasfondo lógico, no se puede hablar de ellos.
Mi abuelo, apodado “el cuarto mosquetero de las escaleras de caracol”, por ejemplo, mataba todos sus miedos bebiendo, a bocajarro. Sí, le gustaba pimplar con contundencia.
Él se lo pasaba mejor cuantos más grados contuviera la botella. Más limpiaba las tripas. Y al tragar no hacía muecas. Para demostrar y demostrarse su robustez y rudeza. Puede decirse que era un bebedor profesional. Eligió serlo. ¡Un genio del botillo! Lo manejaba desde una longitud asombrosa. Su chorro de vino alargaba y achicaba a placer, sin chorrear, pues jamás una sola gota derramó sobre su sien. Era muy admirado por esto, no como por su nivel de inglés. Ningún chorro de botillo tuvo nunca tanto recorrido como el suyo.
A diferencia de mi padre, a él no le gustaba la burla del gusano. Ni hacerla ni menos que se la hiciesen. ¡Y menos que se la hiciese su hijo! Se ponía nerviosísimo y le insultaba. Se notaba que lo pasaba mal y, por contraparte, nosotros era cuando más veíamos disfrutar a nuestro padre. No entendíamos nada de esa sensibilidad endemoniada.
Lo de beber en nuestro abuelo igual fue su vía de escape. O su vía de vida sin más. Lo de “vía de escape” lo decía nuestra madre. Pero no todos los borrachos lo serán por alguna nobleza profunda enterrada. No todos serán unos Edgar Allan Poe con tantísima inteligencia y tantos cuervos que olvidar. Algunos, simplemente, se emborrachan.
Todas las mañanas, nada más levantarse, antes de ir al aseo, a palo seco se tomaba un copazo de orujo. Si yo le pillaba, la explicación que me daba siempre era la misma: lo hacía para “matar el gusanillo”.
Yo me quedaba pensando, largo rato tendido, en ese pequeño parásito que vivía en el vientre de mi abuelo paterno aposentado. –Qué desdichada vida– para mis adentros me decía. No a la de mi abuelo, me refería, sino a la del gusano.
Me lo imaginaba ahí dentro, sollozando, solitario, temblando, gimiendo… sin ninguna compañía y un jarro de orujo ardiente con el que todos los despertares le rociarían. Porque el gusanillo nunca murió. Y mira que mi abuelo fue diligente en sus intentos. Una copa nunca se saltó, pero jamás consiguió que se acabase esa diminuta vida que moraba en sus vísceras. No sé si para desdicha o suerte de la lombriz.
Desde luego, Agustín tuvo que morir antes que el anélido al que toda su existencia se esforzó en hacer perecer. Mas no sé si, una vez enterramos a mi abuelo, este ser pequeño conseguiría escapar de sus entrañas, para reunirse en paz con otros helmintos parecidos de la tierra. ¿Pero a cuáles se parecería? ¿Cómo sería?
Yo esperaba que no se asemejara a esos blanquecinos y espigados, cuales residen en el tubo digestivo de algunos animales marinos. ¡Los conocidos como anisakis! Por los que dejó de comer pescado mi padre. A mí también me daban muchísimo asco. Aunque mi hermano y yo ni por éstas nos librábamos de comer bacalao. Nos obligaba nuestra madre. Nuestro padre no decía nada. Casi nunca decía nada. No sé por qué.
No lo sé. O sí lo sé. Pero yo, todas las tardes, tras regresar del colegio y nada más acabar mis tareas (o sin llegar a acabarlas del todo), me ponía a dibujar de muchas maneras a susodicho animalillo. ¡De todas las que se me venían a la cabeza!
Cada día le enseñaba cientos de vermes distintos a mi abuelo: más grandes, más pequeños; más gruesos, más delgados; marrones, amarillos, morados… de todos los tamaños, formas y colores. ¿Para qué? Para que me dijese si alguno le refiguraba al que anidaba en la cavidad de sus entrañas.
Ninguno se parecía. –No es así, es mucho más viscoso– casi siempre me decía. Y yo lamentaba mi visible incapacidad para poder pintar la viscosidad. Pero no me rendía.
Hasta que, un día pensé, que tal vez, el fallo no era éste. Quizás la viscosidad no importara tanto. Quizás no importara nada. A lo mejor, simplemente fuese una estrategia de distracción. Un mero juego para que me centrase en eso y siguiera esbozando al gusano en el lienzo como quería mi abuelo, no como realmente era.
Medité para ver qué otra cosa podía cambiarle. Entonces, me percaté de que en todas las ocasiones lo había dibujado triste. Así que comencé a pintarle una sonrisa. –Quizás no se lo pase tan mal–.
Cuando se lo enseñé contento y sonriente, me dijo que lo que le faltaba ahora eran las rayas. Con lo que, a pesar de que no me fiaba de mi abuelo, como no se me ocurría nada más que añadir, me decidí a pintar rayajos ¡en todas direcciones y de todos los colores! Enseguida supe que tampoco me iba a ser nada fácil acertar. No obstante, como me veía cada vez más cerca de lograr mi objetivo, no me di por vencido.
Una tarde tardía, en un azote de inspiración, se me ocurrió que posiblemente no se tratase de unas rayas como tal, sino de otra cosa. Y entonces dibujé a otro gusano, algo más escuálido, enroscado alrededor de la larva protagonista. De tal modo que, si lo mirabas desde una cierta distancia, sí que parecían unas rayas. Parecía que era uno solo rayado, aunque realmente fuesen dos.
No tardé en deplorarme por mi acción. Dado que este esbozo enfadó con creces a mi abuelo. Le afectó como nunca pensé que podría haberlo hecho un mero garabato.
Desde ese momento, no se jalaba una sola copa de orujo de “buenos días”, sino dos. ¿Habría acertado por fin con mi dibujo? ¿Serían dos gusanillos? ¿Dos con apariencia de uno?
Una vez, cansado, acudí a preguntárselo a mi abuela. He de reconocer que sin grandiosas esperanzas. ¿Por qué? Porque ella habitualmente recogía mis palabras con el cogedor de barrer, las echaba a la basura y me contestaba con otra cosa que poco o nada tenía que ver con la pregunta.
Era muy difícil hablar con ella. Osea, era imposible entablar una conversación. Después de que llegases y le contases todo lo que llevaras para compartirle, había dos opciones:
En la primera, la más habitual, no te hacía ni pajolero caso y te respondía con la primera obscenidad que se le ocurría. Sin embargo, si entrabas en la segunda opción, que era una gran suerte y sorprendente excepción, aunque no te escuchara, te oía y no sé cómo se enteraba de lo que decías. Luego te daba una única respuesta larga, del tirón. Si la interrumpías, se cortaba y callaba como una tapia. Si la volvías a preguntar, entonces ya te soltaba la obscenidad.
Tú, de ninguna manera podías adivinar, cuando le presentabas la cuestión, si ibas a entrar en la primera o en la segunda opción. Había que arriesgarse. Ella no daba pistas, pero trataba de desconcentrarte de tus palabras.
Mientras hacía que te atendía, levantaba y bajaba las cejas según giñaba repetidamente los ojos; uno y otro, después los dos a la vez, ¡cada vez a más velocidad! Y cuando ya te tenía hipnotizado, comenzaba a contorsionar su hombro izquierdo de adelante hacia atrás. Luego el derecho, ¡luego los dos a la par! Primero el izquierdo para atrás y el derecho para delante, ¡después al revés! Entre medias, metía la combinación de ambos en el mismo sentido. Y en las brevísimas pausas que usaba entre cambios de combinación, abría y cerraba la boca como un desquiciado cascanueces, tan obsesionado con su función que no quiere saber que no tiene nuez.
Pero esta vez, con el tema del gusano, no sé por qué, sí que logré ganarme entera su atención. Y su respuesta no pudo ser más lúcida y curiosa. –El problema, Manuel, no es que sean dos, sino que fueron dos. Con los que tu abuelo todavía sigue teniendo pesadillas que intenta aniquilar, sin victoria, con el alcohol. Los dos, por separado, le dan mucho miedo. Pero le aterra mucho más cuando el dibujo le alejas y parecen sólo uno. Cuando no los distingue es cuando más los teme. Uno se llamaba Amor; el otro, el que está anudado a su alrededor y casi no le deja tomar aire, era Ansiedad. El que tú acabas de dibujar, su mezcla, se llama Amoriedad. En sus sueños, dialogan entre sí, hasta confundirse y…
–¡Amoriedad! Ese es el feo monstruo que visitaba a mi padre de pequeño–. De pronto, me acordé, a la vez que me arrepentí por mi soberana estupidez. La había interrumpido. A ella y a su respuesta. No pude evitarlo, no me pude contener. Mi abuela calló de sopetón y no la pregunté nada más. La había cortado. Y de sobra sabía que lo que podía obtener después de que mi abuela callase, ya era mejor no obtenerlo.
Pero sí, lo recordaba bien: Amoriedad es el nombre con el que nuestro padre se dirigía a su mayor engendro. Un ser profundamente deprimido, que se arrastraba en la nocturnidad rezumando por las alfombras, como un infame ciempiés gigante. ¡Como para no acordarme! ¡Si de esta psicosis sacamos la que sería nuestra segunda broma más frecuentada!
Quitando las desdichadas veces de “la malparida película exitosa”, las otras pocas que abrió la boca nuestro progenitor, fue para hablarnos de esto. Con trémula voz tartamudeaba que, si se levantaba por la noche para ir al baño, al cruzar el largo pasillo de casa, veía sobresalir su cabeza marrón y negra, y una pequeña porción de su tronco viscoso, de alguna de las puertas. Entonces él entraba a toda velocidad en el habitáculo más cercano para encerrarse y rezar, esperando que el endriago se largase. Se hacía pis encima. Sin poderlo evitar.
Y mientras esperaba escondido y agachado, con los dedos retorcidos de las manos a su pelo rizado enraizados, en el parqué los codos hincados, y con los calzoncillos muy meados; escuchaba a Amoriedad hablar consigo misma.
El diálogo
ANSIEDAD: ¿Por qué me miras? ¿Qué vienes a exigir otra vez de mí? Yo ya no puedo darte nada. Déjame en paz.
AMOR: ¿Por qué te arrastras?
ANSIEDAD: Lo sabes. No puedo perderle. Ya lo sabes. Vete y de mí levanta esta pena.
AMOR: No le has perdido. No le perderás. Pero le estás asustando. Tienes que levantarte. Tienes que dejar de arrastrarte.
ANSIEDAD: No puedo. Por mi despiste murió su hermano. No pude proteger a mi hijo pequeño. No fui fuerte. No estuve. Y él tampoco estuvo. Era su hermano mayor. Tendría que haberlo cuidado. Y ahora ya no es el hermano de nadie. ¿Me oyes? ¡Nadie! Si no supo protegerle cómo se protegerá él. Hay tantos peligros que hielan la sangre y yo en todos no puedo estar. ¿Quién eligió que viviese uno y el otro no? ¿Por qué él? ¿Por qué no el otro? ¿Por qué no yo? ¿Qué hago aquí tirado?
AMOR: Demasiadas preguntas sin respuesta. Piensa en tu hijo. Abrázale. Deja de asustarte. Deja de asustarle.
ANSIEDAD: ¿Por qué tienes que recordármelo siempre? Cuando no estás tú no lo paso tan mal. Sufro, pero no me derrumbo. Si tú no estás puedo andar. ¡No soy este gusano infernal en ruinas y acongojado!
AMOR: Andas deambulando sin sentimientos. Cuando yo estoy, es cierto que te hago vomitar y sentir fatal, porque te recuerdo a cuando tus ojos brillaban. A cuando digno de mí te considerabas. Aquellos días en los que eras tú y no te castigabas. Tú solo conmigo.
El hombre no habría inventado la palabra “decadente” si en su misera no me hubiese recordado e invocado. Todo es lo que es por comparación con lo que fue y anhela volver a ser. Y lo que tu hijo fue ya no lo será. Y su hermano no es él, pero es tu hijo también. Y tú amaste mucho. Cuídale.
***
Puede que en esta tarde de luz seca todo tenga sentido. Amoriedad hoy sé que era mi abuelo. Quien tristemente entraba en crisis y no sabía, no era capaz de distinguir el amor de la ansiedad y la culpa. Cuando miserablemente éstas últimas doblegaban al primero por su síndrome de pánico a la pérdida de otro hijo. Porque por éste y en este síndrome dejaba abandonado, sin saberlo, a su primogénito vivo, muerto de miedo, en alguna habitación de ese kilométrico corredor.
Una experiencia tan repetida, que sólo mi padre superaría al transformarla en la seria broma del gusano. En la que se dedicaría a analizar las respuestas de los demás. Gracias a la cual, podía ser el que asomaba y al fondo del pasillo fijamente miraba. Ya no más ese niño sobreprotegido y sobrecogido.
Tan lejos de los peligros del mundo, como cerca de los de su mente.
IMAGEN: Samuel Martín
TEXTO: Sergio Carro