Ánima semihundida

“Como sabía cuándo callar, conocía el momento justo para hablar” –Victor Hugo, Los Miserables

Edgar falleció un 8 de agosto. Hace más de ocho años. Sin embargo, su hijo David no lo había superado. Vivía firmemente apesadumbrado, queriendo dejar constancia de su congoja allá por donde se arrastraba. “Ten paciencia, David, poco a poco, verás que el tiempo lo cura todo, no lo pienses más, se te pasará” … a menudo le decían para animarlo. Pero era un derrochar de palabras en vano. Lo cierto, es que no se le pasaba. No se le quitaba esa cara de no superarlo.

No paraba de pensar en su padre. No podía evitarlo; no podía ocultarlo. Y en todos lados entraba y salía con cara de no superarlo. Condenado a portar siempre esta misma faz maldita: si iba al bar, a la plaza, al supermercado… daba igual, la cara de no dejarlo atrás le acompañaba fehacientemente y con eterna fidelidad.

Ya no le quedaba nadie con quien hablarlo. Nadie con quien hablar de nada, en realidad. Le habían echado del trabajo por no superarlo. Solamente tenía los cuchicheos de los demás; que le resultaba fácil, pero fatigoso, ignorar. Todo el mundo le conocía ya como David “el del padre”.

Sólo se alimentaba de tartaletas sabor a fresa, que fueron las preferidas del austero Edgar. No había cabida para ningún otro sabor en su paladar, así como en su cabeza, para ninguna otra sensación más que la de la brusca nostalgia. A la que dormía abrazado tensamente hasta las siete de la tarde.

A esta hora exacta, se levantaba con el excluyente cometido de acudir a la peluquería. A donde iba, con su cara de no superarlo ni en mil y un años, a que le cortasen una única hebra de su pelo rizado. ¿Por qué únicamente una? Para que no se le acabasen las guedejas y poder volver al día siguiente, para no quedarse sin un motivo por el que levantarse.

No habría la boca para comentar nada con el peluquero. Se limitaba a hacer un leve gesto con las manos con el que, de sobra, daba a entender que quería lo mismo de siempre. Y, aunque no cambiaba de barbero, éste no terminaba de acostumbrarse a su tétrica presencia. Pues la falta de luz solar, le había dejado un tono muy blanquecino de piel que, unido a su larga envergadura y extrema delgadez, le otorgaba un merecido espectral aspecto.

Lo que salvó a este hombre abandonado, fue encontrar un oficio por las mañanas de operario en el río. Que discurría por el mismo merendero al que había estado acudiendo, siempre después del peluquero, a despedir al sol desde la sombra.

Era éste un lugar verde y atractivo al que, como digo, durante años, bajó taciturno a beberse una botella y toda el agua del torrente con los ojos, llenos de vidrio. Se había tratado de un vino blanco con burbujas que pedía al camarero con el calcado gesto de “lo mismo de siempre” que gastaba en el peluquero. Y del que, nadie sabía por qué, siempre se dejaba un culín.  

Su labor, ahora, era tan simple como apacible: arrancar con una hoz las malas hierbas de la vereda y las algas. Limpiar esa agua le ayudaba a depurar despacio su cerebro de los pensamientos negativos.

Mientras limpiaba, el dueño del chiringuito le miraba y envidiaba en su trabajo despreocupado y tranquilo. Pues era el suyo de lo más estresante y poco agradecido.

Una tarde, con cautela, se acercó amigable:

– Amigo, ¿qué tal va la faena?

– No va mal, limpio las aguas y trato de olvidar.

– Debió ser dura su pérdida. Le quería usted mucho, ¿no? A su padre, me refiero. O esto me han dicho.

– La verdad es que no. Debe cambiar usted de fuente. Murió sin sufrir y él nunca me quiso en exceso. Tan sólo comedidamente. Es como a él le gustaba que todo fuese y estuviese dispuesto: comedido y en su justa medida.

– ¿Y por qué no logras olvidarle? Es más, si no fue un buen padre, ¿por qué su falta te lleva trayendo por el caudal de la amargura todo este tiempo?

– Yo no he dicho que no fuese un buen padre. Sólo que era comedido en sus afectos. Le echo de menos porque yo tenía esperanzas de que alguna vez lo fuese menos, y nunca lo logré. Desde su muerte, no puedo ni siquiera intentarlo. No puedo encomendarme a ello, y un vacío irremediablemente irreparable es lo único que siento. Había amor en su interior, mas yo no supe sacárselo.

– ¿Y cómo puede seguir viviendo un hombre sin esperanzas? Una vida llena de… nada. Que, además, nunca va a poder llenarse. ¡Perdóneme! Me estoy metiendo donde no me llaman. Lo que pasa es que me interesa bastante. Supongo que a mi expareja le debió pasar algo parecido conmigo… pero, en fin, yo me acercaba porque le veo aquí todas las mañanas… le veía antes, todas las tardes, cuando le servía su espumoso habitual mi empleado; y le veo ahora, limpiando nuestras aguas ¡del ancho arroyo que da la vida a mi negocio!

El caso, es que antes no me resultaba usted un tipo muy agradable, ¿sabe? Perdóneme, voy a serle sincero. Siempre tan solitario, siempre tan melancólico. En cambio, ahora, créame que me parece que es un hombre de lo más envidiable. El que seguro mana más paz de este lugar, ¡de lejos! Esta debería ser una parada de reposo, sin excepciones, como lo es usted. Lástima me da que hace tiempo que no lo es…

¡Créame que un día lo fue! Cuando yo era pequeño y aquí pasaba las horas, todas chapoteando y jugando en las orillas, de una a otra rivera cruzando mi alegría. En aquellos días la gente venía y se sentaba tranquila. No tenían prisa, y bebían sin poner mucho problema a ningún tema de la vida.

Ahora, por el contrario, parece que todo está mal puesto. ¡Todo mal servido! Tienes que atenderles antes incluso de que hayan llegado a la barra, es imposible satisfacerles y, a los que se sientan, los escucho cómo aprovechan para criticar en sus charletas a los que no están a la mesa. Es visiblemente desagradable.

Me vienen día tras día muy peripuestos con sus manías variopintas, herencia de su padre y de su madre, y piensan que tienen derecho a exigirme que se las complazca. Pero le aseguro que, aunque quiera, me es imposible, amigo. La caña nunca está bien tirada, el vino en el que meten las narizotas insensatas acostumbra a estar picado, a la tapa siempre le falta algo… y ¡servir bien un café se ha vuelto una de las misiones más arduas!

Cada uno lo quiere de una manera diferente. Me han llegado a exponer tantas posibilidades de café, que no sabía ni que pudiesen darse. En una misma mesa, me lo piden con leche de avena, de cabra, de vaca… con hielo, sin él; con azúcar blanco, moreno; largo de leche con una gotita de café, corto de café con mucha leche, largo de café con una gotita de leche; solo con la leche por separado, fría, caliente… y nunca acierto con la gotita. Siempre les echo de más o de menos. Entonces, me miran con marcado desdén. Ofendidos e indignados, como si les hubiese hecho algo muy malo. Disfrutan, si me humillan, y prosiguen con su verborrea para sentirse superiores a quien les sirve.

No hay respeto. No se dan cuenta de que, por mucho que ellos sepan lo que quieren con científica exactitud, yo no tengo por qué saberlo. No entienden que cada día me vienen 40 clientes con 39 tipos de café diferentes. No comprenden que, si se sientan a refrigerar en un lugar que no es su casa, la leche no va a ser la de sus vacas. ¡Yo le juro que les sentaría antes a todos a ordeñar!

– ¿Y por qué me cuenta esto? Para mí su vino nunca ha estado picado. Yo nunca he venido con nadie con quien poder hacerme el vitícola experimentado y entendido. Mi preocupación y agobio fondea en otro lado.

– Lo sé. Sé que usted nunca jamás me ha puesto problema ninguno, buen hombre. Ni a mí, ni al otro camarero. Ha sido un cliente educado, cauto y ¡excelente! Ejemplar, diría. Ojalá todos igual, de hecho, no me importaría no tener que volver a hablar para poder trabajar… por esto, precisamente, se lo cuento, porque es posible que haya estado pensando en que, tal vez, a usted no le importase cambiarme el curro por un día.

Creo que nadie se enteraría. Nos parecemos un poco físicamente, aunque yo soy mucho más robusto y moreno… pero bueno, lo que quiero decirle es que no somos hombres muy importantes. Nadie en quien se suela fijar el gentío al pasar. Saben que estamos, pero no nos miran. Les proveemos, les limpiamos el lugar, pero les damos igual. Y como no le he mentido cuando le he dicho que iba a serle sincero, le diré que me haría usted un grandísimo favor, amigo mío.

Tantas veces lo habré deseado, habré rezado por ello… se lo he pedido sin pestañear a todas las estrellas fugaces que he visto: poder librarme tan sólo por un puñado de horas de este estrés ingrato y depurarme el alma en su apacible jornada. ¡A la mañana siguiente saldría renovado! Lo sé. ¡De un salto! No me costaría auparme de la cama. Lo tengo claro. Seguir al lado del ruido, pero, a la vez, alejado; sin que éste pueda hacerme daño. Por un día, tan sólo por un día. ¿Qué me dice? ¿Amigo?

David “el del padre” quedó tendido y callado mirando abajo largo rato. Apoyado sobre el palo de la segadera, parecía haberse quedado petrificado; para después aceptar con confianza la propuesta.

Lo cierto, es que él, a lo largo de aquellas cálidas jornadas de bracero, también había sentido celos del jefe Andrés y su compañero, que durante años le habían surtido bien y sin remilgos.

No le habían molestado. Y él había deseado en secreto su ajetreo, porque seguro que les eximía de pensar. Y lo que David más ansiaba en el mundo era poder dejar de pensar en su padre durante un instante. Le habría cambiado el trabajo tan sólo por este fugaz instante.

De modo que, sin más dilación, se intercambiaron la profesión. Lo hicieron instantáneamente, ¿para qué esperar más? Estaban emocionados. Con este trato, uno tomaría del otro la melancolía, pero la paz; y el otro, el estrés, pero la vida sin añoranza.

Tal y como vaticinaron, fue el siguiente un día de lo más grandilocuente y maravilloso para ambos. David, no tuvo tiempo ninguno para evocar a su progenitor. Y, Andrés, se pudo bañar tranquilo en la calma del río mientras notaba brotar en él un nuevo sentimiento de pureza. ¡Echaba de menos a su madre!

Desde que murió, la había llorado apenas en el entierro. ¡Porque hubo de regresar diligente a la obligación! Que no le dejaba respirar y a un reiterado suspiro lo tenía encadenado. Regresar suponía tornar a tirar mal las cañas, a cambiar el sello de las botellas de vino picadas para no tirarlas, a dar vida cual alquimista a inéditos tipos de café personalizados. En definitiva, a atender a todos esos clientes maleducados, con mucha prisa, insolentes y enfadados, que se creían con todas las de la ley para a sus maniáticas exigencias someterle.

Por fin, había encontrado el sosiego necesario. Tiempo de velar a su madre. De ver cómo sus lágrimas, mansas, se amalgamaban en plétora que su piel surcaba, acariciándola. Y, al fin, en este caudal abundante consolaba. Ya estaba con ella otra vez. Ya entendía lo que le pasaba. El porqué de esos ataques de llanto que le hacían correr a esconderse en la despensa, para evitar que le viesen rendido en ese paupérrimo estado. Había sido tanta la presión contenida, que se había olvidado de recordar por qué se encontraba mal.

Nunca sabemos cómo está una persona cuando nos atiende, y no entendemos que una sonrisa, una frase cándida, comprensiva, en lugar de una rabiosa exigencia, le puede salvar la vida.

Andrés, en esta otra ocupación bendita, ya no tenía necesidad ninguna de ocultarse. Pues tampoco ya para nadie tenía que estar. Sólo para los peces, pájaros, sapos, ranas, culebras y renacuajos, y éstos no juzgan. No miran mal, simplemente tienen la cara que tienen, como David “el del padre”. Sólo había que preocuparse de con las piedras no resbalarse.

Inevitablemente, las cosas pasan y, el día magnífico, se acabó. Hubieron de volver los dos a su trabajo verdadero. El pacto por sólo un día se había sellado. Fue duro. Pero más para Andrés, mucho más. Quien le suplicó a David “el del padre” que se quedase con el bar, ¡que se quedara con todas sus pertenencias! Y le dejase vivir en paz con el recuerdo humano de su madre.

Sin embargo, David no aceptó. La paz, aun en sus horas más tristes y decadentes, es mejor que la ansiedad. Porque en la paz conservas a tu alma intacta.

Andrés, al ser consciente de que iba a ser misión completamente imposible convencerle, se deshizo de sus buenos modales. Esa noche, se volvió loco y lo preparó todo para acabar con él y arrebatarle para siempre su empleo sosegado. Por nada del mundo iba a volver a ser pasto de aquellas hienas del aperitivo.

¿Podría vivir con la culpa? No lo sabía. Enloquecido, de lo que no dudaba era de que no podría respirar ni un segundo más en la soledad y desprecio del bar. Estar mal no es tan malo como tener claro por anticipado que vas a volver a estarlo.

Presa de un muy peligroso, confundido y colérico instinto de supervivencia, fue a ver a David al amanecer y lo mandó a reunirse con su padre. Seguidamente, ascendió a su joven aprendiz a dirigente del chiringuito y, tal y como quiso, se quedó de operario fijo en el río. Como predijo, a nadie le importó. Nadie notó el cambio.

Sin embargo, hubo algo con lo que no contó. Que no se esperó. En el segundo día de su recién afianzada ocupación, Andrés empezó a sentir florecer un nuevo segundo sentimiento, que hizo mella al momento. Sensación que, sin duda, como la de su madre, hubo de trasladarle David antes de que lo ahogase.

Resulta que, este último, no se iba a dormir después de los asiduos vinos. A diferencia de lo que todo el mundo pensaba, David “el del padre” sí que hablaba con alguien.

Antes de encontrar su pasatiempo de operario, desde mucho antes, tenía un amigo escondido al que se acercaba por las noches a visitar. Una cita imperdonable para él. Un colega confidente al que hacía compañía para que le contara éste una bella fábula que, en la brevedad de ésta, le distrajera del recuerdo de su padre. Y, a pesar de que la leyenda nunca consiguiera su pretendido, David no dejaba de acudir a él con esta esperanza inmaculada.

Según la oscuridad llega y acaba la siega de algas, Andrés comienza a notar este idéntico deseo imparable de ir a ver al amigo fiel, quien regato abajo vive. Adolece en una casa blanca extensa, pero muy cobijada por la maleza y una enrevesada enredadera, en la vereda opuesta a la zona de merienda.

Hasta ella llega Andrés, esprintando, sudoroso y jadeante. Sin entender cómo puede conocer la localización de donde nunca ni en sueños se ha adentrado; lejos de su casa y cerca de un ataque de pánico.

Dentro de la vivienda blanca, le espera en una esquinada esquina postrado, un pulpo ciego parlante gigantesco. Que toca con la gelatinosa cabeza el techo y tiene que estar algo agachado. Consta de unos tentáculos blancos tan magros y lánguidos como jóvenes raíces de árbol que, Andrés no ha pasado del rellano y, ya le rozan los pies.

– ¿David? ¿Eres tú? Te siento. ¿Estás aquí? Hoy llegas antes. ¿Estás bien?

– Buenas noches, discúlpeme por mi falta de delicadeza. Casi le rompo la puerta y me parto la crisma al entrar, pero es que he sentido un hervor por venir a verle que me ha sido imposible de controlar. No sé lo que me pasa.

No soy David, soy un amigo suyo que también le aprecia. Pues he de confesarle que él me ha hablado muchísimas veces hermosuras de usted y de sus cuentos curativos. Yo también tengo a alguien o, más bien, tenía… a quien me gustaría poder olvidar, ¿sabe? Ella era mi madre, que me cuidaba y que ya no está. Ojalá que una de sus bellas fábulas pueda servir al igual de bálsamo para mi incipiente morriña.

– Eres bienvenido, amigo de mi amigo. Tienes sus mismos pies. El primer paso para curarse es querer estar sano. Has hecho bien en venir a verme. Una fábula he de contarte. Sin embargo, he de serte sincero antes y con pena confesarte que, a nuestro buen amigo, ninguno de mis cuentos le sirvió.

Lovecraft y la no tan bella fábula del ánima semihundida

Había una vez un ser, que fue hombre alguna vez, que se encargaba con mimo todas las mañanas de limpiar el río. Lo hacía muy bien. Su nombre era David. Él fue mi hijo.

Estaba muy triste, porque su padre acababa de morir. Buscó mil remedios para solventar su tristeza en auge. No se rindió, pero nada podía hacer, no daba con la tecla. ¿Por qué? Porque su padre ya no era su padre, sino un octópodo cada vez más blanquecino y gigante, al que comenzó a llamar así, usándole con la intención de que le consolase. Porque fue la única compañía que le quedó tras fallecer su primer padre Edgar.

La madre de David había muerto al parirle. La que sí le quiso más que comedidamente, mucho más, infinito… mientras lo gestaba. Y David, aunque no la llegó a conocer, quedó con este amor puro en las venas inyectado. Con un trauma genético tan fuerte que no pudo dejar de echarla de menos, y que no le permitió ser feliz. Ella fue por la que buscaba aliento. Fue ella a la que no podía olvidar, no a su padre, a quien sólo quiso para intentar convertirle en la mujer que le dio la vida.

David creció sano y se mantuvo activo mientras su padre vivió, sin dejar de intentar que éste le consolara. Tenía una motivación. Vivía porque tenía esperanzas de poder saciar esa falta de amor maternal. Pero su padre de esto no sabía. Y, al fallecer hace ocho años y medio, el alma de Edgar se convirtió en el atávico animal marino que David creía ver en el río, a causa de su enajenación mental. Pero no se daba cuenta de que anidaba dentro de sí, en sus entrañas.

Primero, el pulpo era pequeño, esquelético e indefenso. Y en este principio, David se puso muy contento, porque pensó que este animal crecería y sí sería capaz de sedar su pesadumbre, a diferencia de su padre primero. Pero iba viendo que no, que ese segundo padre pulposo, en sus afectos seguía siendo desastroso. Inservible en su consuelo.

De este modo, David lo fue alimentando cada vez más con su rabia y creció mucho. Tanto, que ya no cabía en su interior. Tanto que tuvo que salir afuera e irse a vivir solo a una casa retirada, tan inmensa como disimulada, en la orilla opuesta.

Solo, porque su hijo no le quería, dado que le hacía daño con sus tentáculos. No a posta, pues el pulpo tan sólo deseaba abrazarle. Mitigar su aflicción. Darle el abrazo más grande con sus ocho brazos para aliviar su nostalgia, que era la de los dos. Pero es que no sabía cómo, era torpe y no controlaba su fuerza porque nadie le había enseñado.

Asustado, este pulpo tuvo que sobrevivir con alcohol y sin una gota de amor. Todas las noches, sin falta, llamaba a oscuras a su hijo desde su casa blanca pidiéndole que le fuese a ver y se quedase más rato con él. Pero David no se quedaba, sólo le llevaba el vestigio de bebida que se dejaba, las ancas de rana que le ponían de tapa, y se iba. Huía. No le hablaba.

A David asco y miedo le daba. Y el cefalópodo no entendía por qué. “¿Por qué no me quiere si me ha dado la vida, si me lleva alimentando todos estos días? ¿Por qué de mí librarse quiere?”, se preguntaba amargamente.

De modo, que se las tuvo que ingeniar para hacer que su hijo querido se quedase más. “¿Cómo podré conseguir que mi hijo David no se vaya nada más arrojarme la cena? Si se comporta así, si no me quiere, será porque algo muy doloroso se lo impide. ¡Esto es! Tiene ese dolor que no se le pasa, esa lágrima larga que arrastra por el recuerdo de su madre y que le impide reconocer mi cariño. Y yo, en lugar de quejarme, he de averiguar cómo consolarle. O, si no puedo, al menos, distraerle. Porque quizás piense que no puede sustituir los cándidos besos de buenas noches de su madre por los míos. Pero yo, en su lugar, ¡le contaré historias cada vez que venga a verme! Serán unas fábulas muy divertidas con chistosos animales. Así podrá olvidarse de su madre y acordarse un poco más de mí”.

Pero las fábulas no apaciguaban ni retenían a David todo lo que hacía falta. Y el octópodo, aunque luchaba, se desesperaba. Además, su hijo no colaboraba, ya que empezó a insultarle injustamente. Todo porque no lograba consolarle. “No sirves para nada”, le recriminaba. Para él, la culpa de su calvario y mala vida la tenía su padre, que lloró hasta perder los ojos.

Ojos a los que nunca miró su hijo. Ajeno e insensible a todo, David miraba a Andrés, quien regentaba el chiringuito de la vereda de su alma. Le envidiaba porque no conocía la melancolía, y mayor preocupación que la de saciar la sed de los aldeanos no tenía. Porque no tenía ningún pulpo pesado sediento que le molestase.

Su inquina fue creciendo tanto y tan insanamente que, un día, decidió matarle para ocupar su puesto y dejar de añorar a su madre. Pues las rimas y leyendas, que le contaba su segundo padre el pulpo gigante, no funcionaban.

Insensato, creyó que éste sería el punto y final a sus males. Pero no, pues el resquemor de la culpa devolvió al pulpo a su interior, que con sus viscosos tentáculos le fue apretando más y más el corazón, hasta estrujarlo.

Y de su tinta negra, sus pulmones anegó. Dejando un resquicio por el que, todavía, respiro yo.

IMAGEN: Samuel Martín

TEXTO: Sergio Carro