Recuerdo una triste historia que trata la locura humana más hermosa; y la más espeluznante. Una locura que suele nacer de la hipersensibilidad.
Tiempo atrás vivía un hombre que había conseguido atesorar una colosal riqueza. Le gustaba la opulencia y se hizo construir una inmensa mansión en la tierra más elevada del Camino de Santiago Francés, en frente de la Cruz de Ferro y siete veces más alta que la cruz.
Este ricohombre tenía una bella mujer y dos hijos, Beatriz y Gabriel, que pasaban los días en la biblioteca de palaciegas dimensiones, entre montañas de libros. Gabriel se entretenía observando las manos de su hermana. Se deleitaba viendo la ternura con que pasaban las viejas páginas de los libros y escuchando a la suavidad rozar la aspereza y las arrugas del papel. Una suavidad que, con frecuencia, también se deslizaba por la piel de sus sonrojadas mejillas.
Eran unas manos deliciosas que no abandonaban su mente ni un instante. Las veía en sus sueños y, en ocasiones, le daban miedo. A menudo sentía que le oprimían el pecho en la oscuridad.
Beatriz había leído ya infinidad de libros sobre historia y ciencia. Gabriel, en cambio, leía el mismo libro una y otra vez. La Divina Comedia fue generando en él un creciente temor hacia el “Inferno” de Dante Alighieri. Las partes de “Purgatorio” y “Paradiso” le parecían absurdas y, por tanto, no podrían ser reales. Pero “Inferno” se le manifestaba como una composición soberbia que, en su opinión, era posible que existiese.
Gabriel era la pura sensibilidad. No salía de la mansión. Dedicaba la mayor parte del día a sentir. Las emociones fueron su principal ocupación, mas no le gustaba descubrir sus sentimientos ante nadie.
Tal vez nació con ella, o puede que le invadiese por el hecho de pasar su vida encerrado, pero el caso es que Gabriel había desarrollado una monomanía. No se podía desprender de ella y le horrorizaba la idea de que jamás podría contárselo a nadie dada su rareza. Y es que cuando sentía algún tipo de afecto por una persona, ya fuese amor o tan sólo cariño, pensaba inmediatamente, casi como un acto reflejo, en la muerte de dicha persona. Imaginaba su muerte sin desearla: cómo sería su triste final, cuánto sufriría y cómo se sentiría él, cuán insoportable sería su dolor por la pérdida del ser cercano.
Gabriel concebía los finales más atroces, lo que le producía una sensación de terrible malestar y conmoción. Su pensamiento era una maraña y las ideas llegaban sin orden y sin lógica, de forma extraña.
Hace tiempo que Gabriel había alegorizado un adiós para su hermana. Un final que se consumó cuando un atardecer entró en la biblioteca y halló a Beatriz muerta, dentro de un nicho creado por una pared de gruesos libros apilados dejando el hueco en su centro.
Abandonó el cuerpo en la biblioteca y selló la puerta. Únicamente se quedó con aquello de lo que jamás hubiese podido desprenderse: las manos de Beatriz. Cortó a su hermana las manos con una hoz y las guardó en el cajón de su mesilla de noche.
Cada anochecer, antes de acostarse, sacaba las manos del cajón y las pasaba despacio por toda su piel, intentando recuperar ese tacto perdido. Pero claro, estaban frías y cada vez más podridas. Lleno de rabia las estrujaba y se las restregaba, mas ya no había ni una sola pizca de calor ni de dulzura en ellas.
De tanto restregarse, la podredumbre a su cuerpo se transmitió como la lepra y le convirtió en el zombi que hoy camina agachado a través de la montaña; con una de las manos cortadas a su hombro derecho pegada, y la otra sosteniéndolo por debajo del brazo izquierdo.
Las manos son su único sustento y le llevan ladera abajo en el lento descenso por los nueve círculos de su tremebundo Infierno.