“-Verá, siempre nos representamos la eternidad como una idea que escapa a nuestra comprensión, como algo enorme, ¡enorme! Pero ¿por qué ha de ser una cosa precisamente enorme? Figúrese que, a lo mejor, en vez de ello, no hay allí más que una pequeña habitacioncita, algo así como un baño de aldea, ahumado, con arañas en todos los rincones, y que eso es la eternidad. ¿Sabe usted? Es así como a veces la concibo.”
Crimen y Castigo, Fedor Dostoyevski
Son las fiestas de Pradorrey, un pequeño pueblo de la comarca de la Maragatería. Todos los lugareños se han aglutinado en la plaza y ya danzan alegres por el vino.
Hay uno que no baila, que hace tiempo dejó de bailar. Ahora simplemente observa desde la oscuridad, sosteniendo un frasco de orujo. Es un hombre taciturno y receloso; que se ha vuelto hipocondríaco. Su nombre hace tiempo se olvidó y hoy todos le llaman “el borracho”. Evita todo tipo de saludos con los que pasan a su lado y siente una creciente repugnancia por casi todo lo que le rodea.
En estos instantes marcados por el asco, el azorado hombre se percata de que, no muy lejos de él, hay un viejo en silla de ruedas que le está mirando. Le acecha con una sonrisa burlona en los labios cortados. Acaba de hacerle un gesto invitándole a acercarse, a la vez que impulsa su silla hacia el centro de la explanada para mezclarse entre la multitud.
El borracho se anima a aproximarse; y lo hace tambaleándose.
– ¿No bailas? ¿Tienes dos piernas que funcionan y no deseas usarlas? Estás más paralítico que yo. Das pena. -Le dice el anciano sin quitar amplitud a su maligna sonrisa-.
El borracho siente ganas de retirarse sin decir nada, como acostumbra a hacer cuando alguien le ofende, mas se ha quedado paralizado. La voz del viejo es extrañamente igual que la suya, e incluso los rasgos de su cara y sus ojos son idénticos a los suyos, pero con treinta años más. De modo que esta vez se quedará a su lado y contestará.
-Estoy cansado, y muy ahumado. Sé bailar, mas no tengo motivos para ello. No hay amor para mí en esta tierra. Una vez lo hubo, mas ya no lo hay.
-Echa un ojo a tu alrededor, mira cómo danzan. Ahí, junto al pequeño escenario de leña, bebiendo directamente de uno de los barriles de vino, está la mujer que tanto adoraste y que idealizaste. Pues ahí la tienes en su estado real; y seguramente dentro del barril se estén ahogando los hijos que con ella nunca tuviste.
Mira bien porque aquí, en esta fiesta, se ha juntado toda la masa en la que confiaste, todos tus allegados y leales compañeros, que ahora no son otra cosa que tus demonios. Contempla cómo brincan formando un corro a nuestro alrededor. Entiendo que no estés cómodo, así que vayámonos de aquí, huyamos de este barullo.
El borracho toma la silla de ruedas y, sin pensarlo, la empuja lejos.
-Sé bien lo cansado que estás. -Continúa el viejo-. No has dormido apenas esta semana y has podido sentir los escalofríos del MIEDO. Desde que naciste tuviste sueños peligrosos, que en estas últimas noches se han vuelto violentos y desconsoladores. Están acabando contigo, con el Ideal que habías forjado y en el que habías puesto tu esperanza. Sí, a menudo vivías en el Ideal, ese lugar escondido de tu mente al que escapabas cuando la realidad dolía demasiado, cuando todo te producía náuseas. Allí no necesitabas esconderte del baile en la oscuridad. Allí no eras un borracho y yo podía caminar. Dime qué ha sido de ese Ideal.
-De niño soñé con una tienda de porcelana. Era una tienda muy estrecha, con figuritas horribles. Del techo colgaba un cartel en el que se leía: ETERNIDAD. Y como no era en esa tienda donde quería despertar tras la muerte, me inventé el Ideal y me lo creí para poder sobrevivir. Pero los sueños con el Ideal no duraron y los últimos me han destrozado. Mi esperanza se ha fundido y he vuelto a soñar con la tienda de porcelana, que es a cada milésima más estrecha y las figuritas a cada segundo más horripilantes, hechas de una frágil porcelana que…
El viejo frena las ruedas con sus manos para detenerse delante de un antiguo pozo.
– Ahora quisiera que me tirases por el agujero. -Le dice al borracho, esta vez con el semblante serio-.
– ¿Cómo?
– ¡Arrójame al foso desgraciado! Me seguirás en la caída dentro de muy poco.
El borracho, preso de una ira repentina, le tira al agujero con la silla. El carcamal se estrella contra el fondo y los hierros del asiento atraviesan su pecho.
El alcohólico queda solo frente al pozo y se sienta en el brocal de piedra.
A la mañana siguiente lo encuentran petrificado, mirando al agujero como a su único cielo, con las manos apoyadas en el pretil y los pies colgando. No puede moverse, puesto que sus huesos se han transformando en hierro. Su esqueleto es ahora de metal, de un metal igual de oxidado que el de la silla de ruedas, que es lo único que han sacado del viejo pozo abandonado.