Melarchía

“A veces, sólo vivir es un acto de valentía”

Una mujer generosa, sentada sola bajo la también generosa sombra de una encina. Pasaras a la hora que pasaras en bicicleta, ahí estaba. Todo el día, sin hacer nada, nada más que alimentar a las gallinas. Con el rostro sosegado y tan arrugado como la corteza de su amigo el árbol. Como el campo arado, el tiempo de sus surcos detenía.

Siempre fue ésta la recogida imagen que, de la felicidad, imperturbable, tuvo nuestra protagonista. Diremos ya que es una chica con una gran inteligencia emocional. Poco tardó en percatarse de que, cada persona, hasta la adulta más impertérrita, acumula sus contrariedades en el alma ocultas.

Sin embargo, esa señora serena que veía todos los días al pasar, a todas horas, daba la impresión de no albergar ninguna. Con su inmudable semblante de contener sólo paz, poco pensamiento y el más puro sentimiento. Envidiable, en especial, en las últimas candelas del atardecer: cuando la luz es más melancólica, pero apacible, a la vez.

A Andrea, ver a una persona sola nunca le dio pena. En cambio, las personas divorciadas sí que se la daban. ¡Y mucha! Le ponían muy triste. Todo el lío insultante que se traían con los hijos, el rencor infinito… incesantemente tener que echarle la culpa al otro y, necesitando llevar la razón, buscar a alguien que te la dé.

Le parecía todo una situación absurda e irrisoria, pero, por encima de todas las cosas, lastimosa. ¡El peor destino al que podía nacer amarrado un ser humano! Este era, sin duda, para Andrea, el divorcio.

Lamentablemente, es este el futuro oscuro e inevitable que se sirve, en fría bandeja de plata, para toda la humanidad. Pues nos encontramos en la temida, pero esperada, “era divorciaria”.

Desde pequeña, Andrea consideró que divorciarse no podía suponer otra cosa que un fin del amor y un sinfín de la sinrazón. Una triste e irreparable condena. Para ella, sólo había una oportunidad, y podías acertar o no. Tampoco era algo que dependiera totalmente de ti… o tal vez sí.

Pero, si fallabas, la mejor manera de conservar la dignidad, era alejarse de los chismorreos de los demás e intentar vivir en paz con una misma. Como la humilde señora de las gallinas. Sí, éstas serían, sin lugar a discusión, la mejor compañía para una persona partida.

Lo que peor se podía hacer, era perder el norte. Salir de fiesta al mercado de divorciados y emparejarse, a toda velocidad, con otro distinto al anterior que, en realidad, vendría a ser exactamente lo mismo. Ligado a un idéntico final en el que, por su repetición, sería todavía más difícil despojarse de la culpa propia e intentar justificar nada.

Esto podía significar que, lo peor, era seguir creyendo en el amor. O tal vez dejar de creer. O seguir creyendo que está en tus manos hacer algo por encontrar esa vida compartida, ¿quién sabe?

En el salado mar de los divorciados, no escasean los pretendientes. Arrojas una red inmensa, la tensas tirando de ella con dos barcos y te puede salir un calamar, una lata de refresco abollada, un cortacésped, un zapato… todo acompañado de esa sensación ácida e inconsolable de haber fallado, que nos lleva a fallar más y más, hasta la saciedad.

Lo que Andrea no pensó nunca de pequeña, es que el divorcio fuese a ser también para ella. Ni tampoco que seguiría teniendo fe en encontrar a alguien, después de haberse separado de quien ya tuvo que ser ese “alguien”. Porque sólo podía haber un elegido. Uno solo.

Lo que sucede, es que la fe de ésta tiene una forma muy curiosa y original de sostenerse: escribir cartas en las que redacta todo lo que echa de menos y repartirlas por todos los bancos y esquinas de su barrio. Por si alguna vez, alguien, las encuentra atractivas. Por si alguna vez, la encuentra a ella.

Hoy, en la boda de su hermano, piensa que sería mejor quitarse la vida antes que cometer la insensata ridiculez de casarse con cualquiera de los allí presentes. Llevar a cabo el suicidio romántico, que ella sabe que también ha sido satirizado, mas no tanto como las nupcias vulgares.

En el áspero Jardín del Bosco donde nos hayamos, pervive una fauna que también sería digna de ser eternizada en sus cartas; aunque es mejor no hacerlo. Siempre pensó que la ceremonia del amor sería algo diferente. Algo bonito. No lo que había visto en todas. Pero es que lo de ésta ya se lleva la palma.

De los 500 invitados, el 50% está divorciado, y la otra mitad tiene los días contados, literalmente. Su hermano lo está, y se casa muy contento con una divorciada. Cree que está enmendando su error. Que todo lo malo queda atrás.

La tarta, no sólo la coronan las dos miniaturas que simulan al novio y a la novia, sino también dos más, que maquiavélicamente eluden a sus antiguas parejas. Las figuritas de los primeros son como las que podríamos encontrar en cualquier otro pastel de boda; a su vera, las de las exparejas están talladas a mano con sumo detalle y aparecen cuidadosamente clavadas en la nata boca abajo.

En los enlaces en los que los contrayentes tienen más de una expareja, la cima de las tartas parece uno de los nueve infernos circulares de Dante, con todo un campo plagado de cuerpos plantados boca abajo.

Y todos saben que los dos muñequitos neutros que hoy están sonrientes y boca arriba cogidos de la mano, dentro de no mucho, aparecerán separados en otras dos tartas diferentes. Estarán en otras dos bodas, detalladamente enterrados boca abajo. Pero no pasa nada. Hoy cumplen su función y simulan el amor.

Todo el mundo aquí presente tiene claro que esta relación no durará. Estos dos tortolitos no se quieren más de lo que Silvestre a Piolín quiere, es evidente. No obstante, nadie impedirá el casamiento. Nadie ni nada va a evitarlo. ¡Ni los festejos por todo lo alto! Que, en estos tiempos, no es que se traten de un mero añadido, sino que son lo principal e imprescindibles. Sólo los bodorrios están permitidos.

En la actual “era divorciaria”, se acuerda una fecha para la separación junto con la de la alianza. Incluso se va agilizando algo el papeleo. Existen unos baremos (número de discusiones por minuto, desacuerdos, profundidad de las conversaciones y de las mentiras, duración de los silencios, lo especial de cuando se conocieron…) de los que se extrae una probabilidad del tiempo que va a durar la pareja, de tan sólo un 5% de fallo.

Así es, estamos en la demoledora “era divorciaria” y el divorcio es sumamente inesquivable. Tan sólo cabe esperar si el matrimonio va a durar menos o más (suele durar menos que más). Pero todos acaban en ruptura. Nada perdura.

“¡Nos casamos!” Fue el radiante titular de la tarjeta de invitación del hermano de Andrea al convite. Y al recibirla, a ninguno de los remitentes le importó lo más mínimo que esto no vaya a prosperar. Ya se sabe que nada prospera. Entonces, ¿por qué amargarse? ¡Hay que celebrar! A pesar de que no haya motivo alguno por el que alegrarse.

El percal come y bebe en el cóctel como si otro amanecer no fuera a haber. El padre de Andrea es, con diferencia, el que más engulle. Y, de este festival de panzas, se pasa, sin descanso para digerir nada, al opulento banquete.

Los camareros van irrumpiendo con los platos, moviendo el esqueleto al ritmo de bandas sonoras de películas más rancias que las presentaciones de la comida. Hay primer plato, segundo, tercero, ¡cuarto y quinto! Después, la gigantesca y explosiva bola de chocolate de postre. Y poco después, el concurso de “no puedo más”.

El “no puedo más” consiste en seguir zampando. Para este efecto, se van sacando unas mini hamburguesas recién hechas y se distribuyen entre los comensales sin parar hasta que sólo quede uno.

Según las reglas, el primero en retirarse y decir “no puedo más”, es expulsado de la familia. En el extremo contrario, el glotón que más trague es gratamente recompensado con un crucero con buffet libre por el Caribe. En todas las bodas es igual: mismo juego, mismos premios.

Luego, para los que todavía se pueden menear, comienza el ansiado baile. Y los novios, cómo no, han de efectuar sin gusto una de esas coreografías paletas que dan mucha vergüenza ajena. No importa. La exhibición es muy aplaudida por la embriaguez de la masa gelatinosa que, a su alrededor, los invitados forman.

El baile es ahora lo primordial. Es lo que hace oficial las arras. De hecho, ¡nos saltamos la ceremonia previa! No hay cura, no hay Iglesia, no hay Estado. No hay nada. La unión comienza ya en el recinto de celebración.

Los enamorados se ponen el anillo el uno al otro durante el sarao de la forma más original, pecaminosa e improvisada que se les alumbre en el acto. Y cuando finalizan sus grotescos movimientos, pueden anunciar que están oficialmente casados.

En esta ocasión, como en todas, siempre hay un especialista en la materia que aprovecha para superar, en su especialidad, a los aficionados. La oportunidad de demostrar que sabes algo o haces alguna cosa mejor que el de al lado, es lo que jamás pasamos por alto. Al día, podemos perder muchos trenes, pero no éste.

De modo, que el momento álgido del jolgorio llega cuando se retiran los novios, avergonzados entre la muchedumbre, y entran en escena cinco descorbatados individuos, muy excitados. Dos de ellos, primos de Andrea. Los dos más palurdos, que llevan la corbata anudada a la cabeza.

Estos indios intrépidos se ponen a ejecutar, sin permiso ni justificación aparente, pero entre clamores, una performance. Un baile inmersivo que trata de trasladarnos a su supervivencia a un grave accidente que tuvieron, en el que iban los cinco en un mismo coche.

Una noche que volvían de una gira por verbenas de muchas drogas tomar, sucedió que volcaron y por un terraplén desbarrancaron dando cinco vueltas de campana hasta quedar, en la quinta, boca abajo. Lo milagroso, fue que no le ocurriese nada a ninguno. ¡Ni un solo rasguño! No se lo creían.

Fue tal la euforia que dijeron que, en ese mismo instante, para celebrarlo, nada más salir del auto, estallaron en los aspavientos que se están presenciando en estos mismos momentos en el casamiento.

Los descerebrados, saltan marcando todos los zarandeos que se llevaron en las vueltas de 360°. Brincan sin parar, aletean, hacen volteretas y chocan los peludos pechos entre sí, como anormales. Y es tal la potencia, que salen despedidos hacia atrás. Van contra las mesas, a los camareros golpean, les tiran las bandejas, aplastan los canapés, llevándose a alguna dama de honor de por medio. Y todo esto, sin disculparse. Después de lo que han superado, piensan que nada en el mundo de lo que hagan merece una mínima excusa.

Andrea, escucha al padre de uno de los temerarios danzarines decirle, con la voz desalmada y firme, a la expareja del que tiene a su derecha, que “lo hacen muy bien. Aunque, si te fijas, querida, hay uno que no lo suficiente. Fue el que más bamboleos se llevó en la caída y no termina de sacudirse tanto escenificándolo. Le mantienen en la compañía sólo porque saben que su papel presenta una mayor complejidad que el del resto” …

Hace una pausa para apurarse la quinta jarra de cerveza que lleva en la noche, y sigue “a pesar de esto, ya le han dado un ultimátum de que, o se lo toma más enserio y mejora, o habrían de echarlo. Es normal. En un equipo no se puede tolerar que todos se estén dejando el alma y la piel por la causa, y que haya un blandito que quiera seguir teniendo la piel suave y el alma intacta. No se puede permitir que un solo vago lo eche todo por tierra”.

Con los años, Andrea se enteró de que, finalmente, lo expulsaron. Además, supo también que lo pasó muy mal. Tanto que, al no ver salida, se acabó por quitar la vida. Pues esos amigos gamberros eran lo único que tenía y, tras el accidente, la teatralización bailonga del mismo se había convertido en su única motivación.

La verdad, es que a Andrea no le sorprende en absoluto semejante espectáculo. Se podría esperar algo peor. En su infancia, vio cosas todavía más sorprendentes, y dolorosas, y hubo de convivir con ellas.

En su familia no había nadie que pudiera considerarse normal. El histerismo era el estado más habitual, al que más se recurría en su casa. Estaban todos histéricos perdidos. Pasara lo que pasara, todo era motivo de alarma.

Su nacimiento también lo fue. Sonó una sirena sin precedentes. Puesto que ella era una niña tranquila, con raciocinio. No era neurótica. Y claro, naturalmente, la vieron muy distinta a ellos. Y lo distinto asusta. No sabían de dónde había salido. No les caía bien.

¿Qué era ese ser que venía a traer sosiego a su hogar? ¿Por qué no chillaba? ¿Por qué no se sulfuraba con facilidad? ¿Por qué trataba bien a los demás? ¿Por qué no cambiaba de opinión de un instante para otro? ¿Por qué no le daban ataques de euforia ni bajones depresivos? ¿Por qué no veía fantasmas?… Demasiadas preguntas que se podían resumir en ¿por qué estaba tan sana? No era posible.

En su familia tenían un contador de fantasmas. Registraba el número de apariciones de antepasados que reunía cada miembro. La que se encontraba a la cabeza, con un mayor número de espectros vislumbrados en el último mes, era Josefina, la madre de Andrea. Y el ente que más apariciones contabilizaba, era la hermana de ésta.

Rosario, se llamaba la tía de Andrea. Y a todos se les aparecía recurrentemente de la misma manera: sonriente, elegante y joven. No me extraña. Así era como ella, siempre nostálgica, se elucidaba en vida. “Ojalá volviera a mi lozanía”, reiteradamente decía.

Rosario fue una mujer que, en su vejez, vivía en el pasado constantemente. Incluso en su juventud debió vivir en tiempos pasados. El presente era perennalmente una tortura. Y en esta penuria, todas las infortunadas veces que te la encontrabas, traía consigo, con sigilo, muy arrimada al pecho, una amargura que contarte. Con razón se ganó el mote de “Calvario”.

Y, aunque mucho se intentaba, era difícil esquivarla. Casi imposible, como el divorcio. Se la veía venir de lejos, con su aura de penumbra, con su escoba de bruja, ¡y del susto torcías! Te metías por otra calle, ¡callejeabas todo lo que podías! Pero te asomabas y veías cómo seguía viniendo. Recordando y recordando a pasos de terciopelo.

Pero lo que más recordaba Calvario, no eran sus días lozanos, no era al marido que la abandonó, ni tampoco al hijo que perdió ni al perro que le mataron. Lo que más rememoraba, era una paella valenciana.

Con repelente pausa, explicaba que creía recordar que “fue un miércoles. A las dos de la tarde. Nos hicieron esperar. Pero fue el mejor arroz que hubiéramos podido probar. Salió de la cocina humeante, brillante, dispuesta a conquistar nuestro paladar como lo hizo. ¡La mejor paella de nunca jamás! Irrepetible”.

Resulta gracioso comprobar la de estupideces que añora la gente, idealizándolas cada vez más, de forma progresiva. Cada vez que lo contaba, la paella mejoraba: el arroz chupaba más color, las gambas más sabor, el pollo cobraba más tono, los mejillones se volvían más sabrosos…

Recordaba eso y, en segundo lugar, un pastillero. Un tablero de cubiletes de plástico con los días mal señalados (sólo había cinco días en la semana y las cajitas empezaban de izquierda a derecha por el miércoles) por el que le habían cobrado cincuenta euros. Y los números ya se estaban borrando.

Y cada vez que entraba en la cocina y lo veía, pensaba en la estafa que fue y le asaltaba tal mareo que, por poco, no se caía redonda. Pero el de la farmacia lo debía tener aposta bien pensado, porque inmediatamente Rosario se tenía que tomar una pastilla para rehacerse. Menos le duraban los medicamentos, con lo cual, más tenía que ir al farmacéutico. En todas las profesiones hay que saber hacerse necesitar. Lo que pasa, es que hay maneras más y menos honradas de hacer esto.

A Andrea, cuando fue creciendo y descubrieron que era una niña que tampoco sentía morriña ni náuseas por absurdeces, la acabaron por llevar al psiquiatra. El cual, se extrañó mucho. Puesto que, al echar un rápido vistazo a los antecedentes familiares, concluyó que aquella chiquilla había de padecer de una enfermedad gravísima. Quizás le quedasen pocos meses de vida.

Como solución, le recetó cocaína para ver si lograba despertar algún tipo de agitación nerviosa en su sien. Para ver si lograba sacarla de su aletargada calma y la traía de nuevo a la vida. Pero no obtuvo resultado. Pues no sentía nada raro. La niña permanecía flemática.

Viendo el panorama, Andrea, para poder perdurar en su casa, se vio obligada a comenzar a mentir. Empezó a decir que sí veía a los fantasmas, y que a Calvario a la que más. ¿Y cómo la veía? Sonriente, elegante y joven.

– ¿Cuántas veces se te ha aparecido hoy, hija? -le inquiría nerviosa su madre Josefina-

– Tres, ¡hoy han sido tres, querida madre! -solía contestar Andrea-

– ¿Dónde? -seguía interrogando, algo más tranquila, pero sin querer dejar un solo cabo sin anudar-

– En la cocina, pelando patatas; en mi habitación, en el hueco que hay entre la pared y el armario; y en el espejo del baño, detrás de mí, mientras me peinaba, apoyaba su mano sobre la mía y mi peine manejaba.

– ¿Cómo lo manejaba?

– Con pausa.

– ¿Y cómo estaba?

– Bien, como siempre. Joven, elegante y sonriente.

– ¡Ah! Muy bien, muy bien hija mía. Así me gusta. El tratamiento del doctor Florencio te está haciendo mejorar mucho.

A Andrea le reconfortaba dejar de tener tantos problemas de adaptación a su familia. Aunque no dejaba de estar preocupada por este tema espectral. Porque, como a todos los demás sí que se les aparecían los ancestros, tan sólo tenían que decir lo que veían. Pero, como a ella no, tenía que inventarse, con tiempo suficiente de antelación, aquello que iba a decir cada día. Y se estaba quedando sin ideas, puesto que algunas de las maneras y lugares elegidos por los ascendientes de sus hermanos para encarnarse ¡eran de lo más originales!

Pero, está claro que la confesión de estos avistamientos tranquilizó mucho a sus padres. El problema fue que, como nunca terminaron de fiarse de ella, jamás pararon de preguntarle por sus visiones. Y de tanto mentir, Andrea comenzó a creerse sus propias mentiras. Comenzó, primero, a recordar fantasmas; luego, a verlos.

Después, pero no mucho después, llegaría la Melarchía.

Andrea, ahora, se siente un poco sola y, como habitualmente, no sabe bien por qué. Como Calvario, evoca algo extraño del ayer lejano… Algo que se le aparece siempre, entre la muchedumbre, de la mano de un ataque de pánico controlado. Son el fantasma de un pato, un polluelo y una codorniz en su cerebro jugando. Una pintoresca compañía, que vienen siendo, durante años, su Melarchía.

¿Qué hacen ahí? ¿Qué llevan haciendo tantos y tantos días? Nunca ha entendido, pero siempre que se le han aparecido, la han puesto muy triste. La han hecho perder el sentido. Le dan un miedo terrible, pero, a la vez, los echa muchísimo de menos, y no sabe por qué.

No puede ser casualidad. Estos tres animales jugaron un papel crucial y gore en su vida hace

tiempo atrás…

Una tarde lluviosa, siendo ella muy pequeña, llegó su madre de la pescadería, con el presente de estas tres aves en una caja amarilla.

Desde que entraron por la puerta de la huerta, en el firmamento un destino aciago para ellas fue impreso. En esa familia se tardó bien poco, en un descuido de histerismo durante la tormenta, en pisar y aplastar al polluelo; que quedó en el sitio destripado. Y al ver que no estaba muerto, Josefina le retorció el cuello con mano de hierro para acabar con su sufrimiento.

A la codorniz, hubieron de dejarla en desdichada libertad a los pocos días, pues emitía un canto constante que perturbaba la convulsión familiar. No se sabe cómo acabó, pero seguramente fue la que tuvo más suerte.

Sin duda, el más desgraciado de los destinos, para el pato estaba reservado. A todos les infundía una gracia incontrolada verlo por el pasillo pasar haciendo “cuac cuac”. Nadie se esperaba aquella mala mañana, en la que se levantó algo cojeando.

No sabían lo que le pasaba. Así que, mientras buscaban una manera de curarlo (o más bien, jugaban a ver quién ensartaba el mayor número de chaladuras seguidas por minuto), esperaron a que arribara el padre de familia.

Este hombre impulsivo, se asustó mucho e inmediatamente, sin mediar explicación, se puso a darle unas friegas en las patas. No se sabe dónde habría leído esta lección. Pero él frotaba y refregaba con la absurda y frenética esperanza que desata la ignorancia. Lo hacía sin pensar, sin dudar y sin parar.

Y, cuanto más estregaba, quitaba la pluma y veía cómo salía más pata. “Más zona que masajear”, a sí mismo se animaba. Había que fricar a mayor intensidad. Lo dejó todo en la friega, que dejó al pobre pato tieso como el mármol. No podía caminar.

Al llegar más tarde el abuelo, lo hizo acompañado de otra brillante solución. Y exclamó: “a este pato lo que le pasa es que está un poco alelado, ¡hay que darle agua del manantial!”

El “manantial” era una fuente alejada y escondida. Descubierta hace décadas por este resolutivo sujeto, de nombre Adosindo, que era un poco explorador. Un sábado arribó a casa antes de que todos se levantaran y, despertándoles, les contó que, en un lugar recóndito, fluía un chorro sin igual del agua más pura y limpia que hubiera podido probar jamás. De manera, que se llevó a toda la familia para allá con grandes garrafas que llenar y así quedar provistos de esa agua maravillosa para toda la semana.

Y tanto gustó su sabor, con el regustillo final que tenía, que volvieron a acarrear los botellones a la semana siguiente, y así sucesivamente. “¡Qué buen paladar tiene!”, una y otra vez exclamaban.

Dio la casualidad de que, en esos días, uno de los mongólicos hermanos mayores de Andrea, se repuso milagrosamente de una fiebre. Sin contemplar ninguna otra posibilidad, le atribuyeron enseguida el mérito de la curación al agua bendita. (Más adelante, descubrirían que esa agua “curativa” manaba del desagüe de una piscina pública).

No fue ésta la única estupidez del explorador. Cometió muchas antes y después. Porque un hombre decidido, por muchas veces que se equivoque o haga el ridículo, sigue siendo un hombre decidido.

De tal modo, que Adosindo no dudó. Cogió con impetuosa fuerza una vasija, con el vigor desproporcionado que da verse de repente, descartado el resto, como ¡el único salvador! Y valiéndose de un embudo, le abrió el pico al pato y se la vació de un solo vuelco en el estómago, hinchándolo como un globo.

La historia no terminó aquí. Ojalá, pero restaba un último remedio. Cuando entró Calvario y vio que el pato era un pez globo, salió como una exhalación para volver a entrar (tan rápido que no sabía si entraba o seguía saliendo) con unos alfileres con los que pincharlo y, según ella, desinflarlo. Y el pato, elementalmente, acabó desangrado.

Andrea lo presenció todo, horrorizada desde un rincón de lágrimas. Al tanto que todos sus hermanos se partían de la risa como bellacos.

Esta fue la histérica y funesta historia de pato, pollo y codorniz. Al menos, la historia real. Porque Andrea, que escribía todo lo que se quedaba en su retina, la relató de una manera muy distinta.

Transformar todo lo que la desagradaba en algo bello, a raíz de la escritura, era su manera de supervivencia a la realidad. Su estrategia para soportar lo que hubiera sido insoportable a su sensibilidad.

Pato, pollo, codorniz y el manantial de los tres remedios

Hubo una vez, un pollo y un pato, que vivían en el lago Platón. Un lugar muy retirado de todo lo mundano. En él, se querían infinitamente. Estaban en paz. Pero, como no sabríamos lo que es la paz si no hubiera nada que por momentos la perturbara, cerca habitaba también una codorniz.

Ésta, con su canto, no les dejaba dormir. La falta de descanso los llevó a estar cada vez más irascibles. Empezaron a tener discusiones que crecían en seriedad hasta ser irreconciliables y desear separarse. Pero pollo murió antes de un infarto y el pato se quedó solo, apenado y culpable. Sin fuerzas para incorporarse.

Fueron pasando las lunas por su solitaria laguna. Lunas y lunas hasta que algo le hizo recuperar el valor. Fue la rabia y la sed de venganza lo que le aupó. Y entonces, fue directo a ver a codorniz.

La odiaba pues había turbado su agradable relación con pollo. En sus postreras noches juntos todo había sido pelea. Por su culpa, sus últimos recuerdos con su mejor amigo no eran buenos. Se había quedado solo y, a causa de la odiosa codorniz, sin el consuelo de un final apacible y feliz.

Así que fue a verla, le contó todos los trastornos que les había ocasionado y la maldijo. Sabiéndolo, la codorniz se fue hundida y muy arrepentida con su canto a otro lado.

No obstante, pato también salió muy tocado y contraído de aquel violento encuentro. No había sido justo. Hasta ese día ella nunca había sabido nada del daño que les causaba. Pero lo peor no era esto, sino que, para su sorpresa y remordimiento, pato tuvo que admitir que la codorniz, al verla en persona, le había atraído. Le había gustado.

O quizás no y tan sólo buscara aplacar rápidamente su dolor. “¿O tal vez no sea tan rápido? ¿Acaso no ha pasado ya el tiempo suficiente? ¿Cuánto tiene que durar el duelo de un amor infinito?”, pensaba el pato. El caso es que, a la noche siguiente, acudió a buscarla mecánico, pero no la encontró. ¿Dónde estaba?

Por su estupidez se fustigaba. Posiblemente, codorniz era el único ser que hubiese mitigado su angustia, que le hubiese podido hacer compañía en momentos tan dolientes y ahora, por su torpeza, seguía desabrigado y la añoraba tanto…

La había echado y parecía que la echaba más de menos que al pollo. No era lógico. Si la había visto sólo una vez y había sido sólo para repudiarla. Es verdad que su canto, su voz, muchas noches la llevaba escuchando, aunque le hubiese molestado. Muchas noches le llevaba desvelando. ¡Pero no tenía sentido! Nada lo tenía.

¿Cómo podía ser? ¿Cómo cambiar su sentimiento? ¿Cómo ponerle remedio a su injusta y equivocada melancolía? ¿Y si no estaba equivocado? ¿Y si no fue la voz de aquel canto lo que rompió su relación con pollo? ¿Y si ya no se querían?

Pasaron los días entre preguntas tan dañinas como desdeñosas. No quería hacer nada. Apenas se movía. Y siguieron paseando por su balsa las lunas en todos sus tamaños, cada vez más blancas, cada vez más estáticas. Hasta que se olvidó de andar.

Entonces, algo le hizo recordar. Creyó por primera vez en que, aun estando sin nadie más que él mismo, podría ponerle remedio a su situación. De modo que se arrastró hasta la vera más cercana al caño que daba la vida al manantial. Metió primero las patas en el agua, que con el frío se le revitalizaron, e impulsándose con ellas, se dejó flotar hasta quedar debajo del canal. Abrió el pico y bebió del cachón.

Según bebía, sentía cómo se encontraba mejor. Y tanta agua ingirió, que se infló hasta convertirse en una especie de pez globo que, sin dudarlo, se arrojó al agua y se sumergió. Quería encontrar, en la profundidad, a la codorniz.

Y la encontró. Llevaba ahí todo el tiempo, bajo el agua, para asegurarse de que su canto no se escuchara nunca más. Él, le pidió que le perdonara. Le dijo que, por favor, olvidara. Que podían salir de nuevo a flote. Ya no se molestaría ni le recriminaría nada nunca más. “Nunca más”, le repitió como el cuervo a Poe.

Codorniz le creyó y junto a él ascendió. Pero al emerger el pez-pato a la superficie, comprobó angustiado que no podía respirar. Su nueva amiga al instante lo tranquilizó y, tomando con cuidado una pluma de su piel, le pinchó con delicadeza en el vientre. Fue una punción inapreciable que le vació por completo del empacho del agua y, lentamente, a su estado natural lo devolvió.

Se abrazaron. ¡Qué alegría más inmensa la del pato! Y a la vez, qué duda más grande. ¿Podía ser feliz de nuevo? ¿Estaba bien? Ya no echaba de menos al polluelo. ¿Y debería hacerlo? Lo recordaba, sabía que había sido un ser importante para él. ¡El más importante! Fue lo más importante, su foco, su eternidad… y hasta él mismo.

Sin embargo, ya no entendía por qué lo fue. Ni por qué ya no era.

FIN.                                                                                   

“Porque el aprecio es libre de cambiar. Y esperar que cambie a nuestro favor es lo único que siempre tendremos del aprecio”, piensa Andrea mientras relee una y otra vez la última frase de su historia. Se da cuenta de que el texto contiene algunos fallos inocentes. “Lo que sin duda le regala más belleza”.

Había escrito este cuento nada más después de los hechos; pues sintió que necesitaba cambiarlos sobre el papel lo antes posible. No podía seguir con el fluir de esa sangre en la cabeza.

¿Pero por qué había escrito ese final tan dubitativo y triste? Era bonito, pero, podría haberlo sido más. Pudo resucitar a pollo y no lo hizo. ¿Por qué no? El pato le había olvidado porque tenía a codorniz, pero ella no le olvidó y le sigue esperando.

Espera quizás que vuelva a la vida y la encuentre. Que le cuente cómo se siente al ver a pato feliz con codorniz. Si siente celos, si es que se sigue sintiendo algo desde el cielo. ¡Si es que, se llega a querer tanto, que la felicidad del otro te llena aun cuando tú ya no la puedes disfrutar! Aun cuando no eres nada.

Porque escribir esta historia apagó las pesadillas de la bella Andrea, con la dulzura con la que se apaga de un soplo suave una vela que en la oreja quema. Lo que pasó fue que también la sentó a merendar en silencio en mesa circular, por vez primera un domingo por la tarde, con la melancolía. Que le diga algo, tan sólo una palabra, para poder dejar de echar de menos.

IMAGEN: Samuel Martín

TEXTO: Sergio Carro