Protones acelerados, por Claudia Gómez

PARTE I:

En la teoría especial de la relatividad, donde las partículas se mueven a velocidades cercanas a la de la luz, un planteamiento habitual para abordar los problemas implica abandonar el sistema de laboratorio y, por decirlo de alguna manera, “subirse” en la propia partícula. Ocurre al contrario que en la vida normal, si lo pensáis. En nuestra realidad no relativista, muchas veces lo que necesitamos es tomar distancia para obtener una perspectiva adecuada. Alejarnos para volver a sentirnos cerca. 

Aunque hemos quedado en que nuestro mundo no puede englobarse dentro de los sistemas relativistas, lo cierto es que, en muchas ocasiones, las cosas sí que suceden un poco demasiado rápido. Sumidos en nuestra vorágine diaria, en nuestra rutina acelerada, pocas veces tenemos tiempo para ser conscientes de lo que hacemos, de lo que sentimos, de lo que pensamos. Somos partículas trazando sus propias trayectorias, pero no tenemos conciencia de ello, como si estuviéramos en el sistema de laboratorio y ese “nosotros” al que observamos fuera otro. Nos disociamos porque es muy complicado tener que recorrer el mundo a una velocidad inalcanzable. Decídselo, si no, a los pobres protones, que cuando se encuentran en el espacio y chocan, se desintegran en una cascada de partículas, dejando de existir. También colisionamos nosotros, cuando nos exigimos vivir a un ritmo al que es insostenible hacerlo. En función de la magnitud del topetazo, como gato escaldado en agua hirviendo, empleamos una mayor o menor cantidad de tiempo en sanar. Y cuando el pegamento extrafuerte ha restañado la loza de nuestra vasija, volvemos a las andadas, al frenesí del protón supersónico. 

PARTE II:

He perdido la cuenta del número de “desintegraciones atléticas” que he sufrido durante este último año y medio largo. Muchos meses observando mi propia vida desde el sistema de laboratorio, con la dolorosa sensación de ser espectadora, y no protagonista. Ha pasado el suficiente tiempo desde el último escollo como para que ayer pudiera ponerme en una línea de salida, la de la temporada de campo a través, no con certeza absoluta, pero sí con un mínimo de garantía. Un reencuentro con la disciplina que más disfruto. Pero también con todo la que la rodea. Porque desde el sistema de laboratorio no se percibe la emoción previa al pistoletazo de salida, ni la ligera incomodidad derivada de la huida de algunos mechones en rebelión ante la estética de la coleta. Tampoco se aprietan los dientes cuando el arco de meta se vislumbra a lo lejos, ni se rueda al día siguiente con una gratificante sensación de pesadez en las piernas.

Desde el sistema de laboratorio hay muchas sensaciones que pasan inadvertidas. Pero hay una, por el contrario, que se manifiesta con fuerza: el profundo dolor que produce la renuncia. La renuncia a lo que uno es (ese pequeño protón) y a lo que a uno le hace feliz (recorrer el mundo acelerado).  Por eso el regreso al sistema propio, aunque tenga que ser después de innumerables alejamientos forzados, produce tal sentimiento de alegría. Porque uno se está recuperando a sí mismo.

No sé durante cuánto tiempo podré disfrutar de esta nueva aceleración. De esta nueva oportunidad. Ni la relatividad especial puede predecir dónde aguardan los siguientes obstáculos. Pero lo que sí que sé, con una convicción más férrea que la constancia de la velocidad de la luz en el vacío, es que voy a exprimir la nueva etapa del viaje al máximo. Y que, aunque me vea nuevamente obligada a apearme, la felicidad que me produce saberme un protón acelerado me hará regresar siempre a este sistema propio llamado atletismo.