¿Sabes por qué nunca pienso?

“Sabes que yo nunca pienso; soy demasiado inteligente para hacerlo” -Calígula, Albert Camus

No recuerdo cuándo fue la última vez que pensé. Y para que me entiendan, sé que ahora estoy pensando, pero es que yo empecé a llamar pensar a estar metido en el Pensadero. Sí, recuerdo que así fue como empecé a llamarlo. Todas las memorias que, por lo que me intrigan, vale la pena reavivar de mi infancia, proceden de un recoveco en aquel baño apartado. No lo sé, supongo que siempre habré sido un poco extraño. Sí sé que no todo el público está preparado para lo que voy a contar. Habitualmente, lo estamos para nuestra propia sensibilidad, no para la de los demás, es normal. A mí, lo cierto, es que la gente por lo general me cae mal; bueno, me gusta observar su comportamiento de manera individual, pero los colectivos no me agradan nada. No me place la manera de actuar de las personas cuando están en grupo. Los seres humanos tendemos a jugar un papel ridículo y vacío de decoro, vulgar, cuando nos encontramos varios reunidos. No, nunca he sido amante de las multitudes ni de las relaciones que involucran a más de dos personas. La complicidad se pierde. Y como el mayor cómplice es uno mismo, no tardé en llevar siempre, en mi cabeza instaurada, una idea de soledad. En una soledad tranquila que era placentera e idílica; sin embargo, también conocí la soledad del pánico, de ideal profanado. Y cuando éste me empezó a maltratar, empecé a escapar. ¿A dónde? A mis “esquinas”. De pequeño, tenía mis esquinas preferidas en las que me acurrucaba largo tiempo a lidiar con mis sentimientos. No las cambiaba, era muy fiel a ellas. No sé por qué, pero diría que, tras llenar estas estancias de mis sentires, sentía que ya no podía cambiarlas. También sé que llegué a coger excesivo cariño a objetos materiales en estos sitios… El caso es que cuando algo me dañaba, cuando el dolor me sobrepasaba, y cuando no sabía nada de lo que me pasaba, me bloqueaba y, tan sólo, desaparecía. Acudía preso de mis nervios y casi como un animal mecánico a esconderme en el baño (mi esquina favorita) a dejar de pensar para, de alguna manera, poder pensar de verdad. Ahí dentro no tenía nada y esto, en buena parte, me calmaba. Fuera de ahí, sé que me costaba vivir fuera de la obsesión.  En ese cuarto maltrecho que era el Pensadero tenía el poder de parar el pensamiento huero. En él, estaba solo; en él, estaba bien. Solo llamando a una soledad plena. Porque, para estar con gente y sentirte solo, mejor estar solo de verdad.  Pero, ¿qué diantres hacía tanto tiempo ahí dentro?  Hacía como que el exterior no existía y dejaba a mi mente fluir en sosegado sentimiento, en paz, sin que ninguna idea externa contaminara ésta. Una vez, había leído que el conocimiento más puro y verdadero sólo puede venir del interior de cada uno… Acurrucado en la taza, largas pero muy entretenidas horas (las mejores de mi infancia) pasaba sin hacer nada. Bueno, algo sí que hacía: de vez en cuando, me miraba en el espejo. Dejaba de pasar el tiempo y, mientras me observaba con delirio, pensaba y meditaba. Meditaba primero, después pensaba. Ni leía ni hacía nada pues todo lo que no viniera de mí, me agitaba y mis ideas desplazaba hacia donde yo no deseaba. Horas y horas sólo sentía y cavilaba, conmigo mismo me conmovía, nada más necesitaba. Todas las ocasiones, mi estancia en dos partes dividida: la primera duraba mucho y, la segunda, parecía eterna. Primero me sentaba en el retrete y dejaba en blanco la mente y, cuando ya intuía que quedaba limpia de la agitación y futilidades del mundo, era entonces que empezaba a mirarme en el espejo (un gran óculo circular a la altura de mi cabeza). Reflexionaba así en una imagen sin fondo y sin fin con un conocimiento que venía únicamente de mí. Supe, que era bello; fui sabiendo, que era tan bello que me daba una pena infinita no tener a nadie a quien poder expresarlo para mejor entenderlo. Sólo necesitaba a una persona. De hecho, no podían ser más. Una sola que me complementara. Mas, ¿a quién dividir la ideación que no tiene nada de nadie más que de uno mismo en su sola soledad? ¿Quién me iba a entender? ¿Qué ser querría acompañarme? Cuanto más pensaba y más bello me resultaba, más rabia me daba y más se me ahogaba en el ansia mi alma andrógina condenada. Me abrasaba. Ya no estaba tan bien. Recuerdo la ocasión que entré en mi Pensadero y comencé a experimentar como un vacío inexplicable. Me encontraba mal por vez primera en mi lugar favorito e íntimo. El único escondite en el que me había encontrado neuronalmente descansado y estable y ahora, ¿qué hacer? No lo sé, dicen que la necesidad agudiza el ingenio… de tal modo que me propuse deliberar sin darme tregua hasta que encontrara una solución a mi existencia. Y así, en la búsqueda de mi supervivencia, a mis pies hallé una cajita con vendas, debajo del lavabo; aquellas con las que mi madre me había curado siempre las heridas de la época en la que montaba en bicicleta. Más bien, diría que no las encontré, puesto que ya las había visto muchas otras veces; sin embargo, esa fue diferente, porque estaban para otra utilidad traerme. ¡La solución a mi pesar! En nada me percaté de que había dejado de jugar demasiado temprano. Estando de pie frente al espejo, jugué a cubrirme con cuidado de dichas vendas la cara hasta el punto que simulaba que a otra persona miraba, mientras quedaba la boca destapada, para poder hablar; y así también los ojos, para poder mirar. Fijaba la mirada en ese extraño que me devolvía dos luceros fijos y cavernarios. Al principio, me daba un poco de vergüenza, siempre fui tímido. También había una pizca de temor, tal vez algo de rechazo. Lo distinto da miedo, pero el vínculo era intenso, estaba claro. Y es que era un ser tan distinto que su presencia me llenaba como nunca jamás lo había hecho nada. En ella me deleitaba y con ella me bastaba. Hay algo peor que el miedo, pienso, y creo que es el vacío.

El Pensadero pasó entonces a ser muy divertido. Podía entrar cuando quería que enseguida mi nuevo amigo estaba ahí dispuesto a escuchar sin límites todo lo que cada día me había sucedido y todo lo que aún arrastraba de otras jornadas: secretos, manías y las emociones más recónditamente raras y exclusivas. Lo que más tenía, reconozco, eran manías. Y él todas las conocía y no sólo eso, no sólo las manías, sino lo que ocultan, la historia detrás de ellas, la historia detrás de las manías. ¿Era una manía lo que yo ahora sentía por mi genial amigo? ¿Me habría obsesionado otra vez? Qué más daba, si esta manía era lo que más gracia le hacía. Él no la juzgaba como yo. “El verdadero amigo es el que, después de conocerte, sigue siendo tu amigo”, dicen que dijo Kurt Kobain, o algo parecido. Y yo con él me lo pasaba muy bien. Él sabía que, a lo largo del día, sólo pensaba en que se olvidaran de mí para que llegara la exquisita oportunidad de regresar al Pensadero; de volver a verle de nuevo, de nuevo saborear despacio la oportunidad de pensar de verdad y, de nuevo, poder ser yo. Ya tenía a alguien que recogiera mis pedazos más raros para rellenar con ellos los agujeros de un cuerpo que los echaba de menos. Su cuerpo… ¡qué gran consuelo era su cuerpo! Nunca lo veía, pues más abajo de los límites del cristal caía, mas no me lo imaginaba muy distinto del de mi amiga. Todo lo que pensé que ocultar tendría, todo lo que había ocultado en vagas amistades decrépitas, todo lo que de verdad me definía en mi todo… todo lo que era, a él le servía y con ganas lo aplaudía. Con esa masa estrafalaria construía mi alivio para que con confianza yo sacara mi entera forma de ser verdadera. Él era mi momia, mi amigo, mi confidente. Ya no estaba solo. Y todo con él lo convertía en historia, en una historia bella. Al menos, eso me decía, que mis historias eran muy bonitas. Ésta era su mayor magia y poder en mí: darme las fuerzas para crear belleza. ¿O hacerme creer que creaba belleza? ¿Puede haber alguna diferencia? Estas preguntas solían molestarle un poco si se las hacía. “Lo siento. Sé que estoy volviendo a pensar por donde no debo”, eran mis palabras de disculpa. Pero las historias le gustaban muchísimo. Eran historias larguísimas. Mi imparable imaginación rehuía los finales precipitados. Conseguía que, en cada gesto rutinario, se me pasaran mil emociones por la cabeza. Emociones con poder para detener el cuento en un agujero negro, que como agujero no avanzaba ni hacia delante ni hacia atrás, sino hacia abajo, hacia dentro. Con él, con mi amigo, empezaron a mirar hacia arriba. Cuando quieres ver a alguien (no mirar, sino ver), cuando puedes verle tal y como es, lo ves como cuando era pequeño, atado a su parte más vulnerable, y en esta mitad no puedes más que amarle. Y él me comprendía y me escuchaba con atención soberana. Las historias que yo le contaba… le emocionaban y con lágrimas empapaba unos vendajes cada vez más impregnados a su piel, que se empezaba a trasparentar. No era entonces, a mi pesar, una faz bella la que yo podía dilucidar. Ambiguas manchas blancas y negras asomaban en ella.

Para mi sorpresa, con el paso de los años y sin entender por qué, por costumbre tal vez, me empezaron a gustar. La costumbre sabe hacer maravillas en la mente. Y en esta comodidad creciente comencé a imaginar la razón posible de cada borrón y a conformar dibujos que no eran tan feos con ellas. El que veía más claro era el de una raquítica araña negra, y otro, aunque menos definido y más diminuto, de un insecto, blanco, que a su tela se había precipitado. Cada dos por tres mi curiosidad le preguntaba por sus máculas, por lo que eran, por lo que para él significaban. ¡Nunca quería hablar de este tema sin mentirme! A veces, las muchas verdades superficiales que nos contamos día a día ocultan una mentira profunda. Con frialdad me mentía. Era un frío que quemaba. “¿Qué son?” -yo le preguntaba inquieto-, “fíjate bien” -me contestaba con desprecio una y otra vez-. Yo insistía y siempre obtenía su insensible “fíjate bien, amigo”. No estaba siendo justo conmigo. Supongo que podría haberme olvidado de ellas, de la araña que merodeaba por la tela de su cara sin saber qué hacer con su presa; haber ignorado la realidad. Imagino que sí, que podría haber sido feliz… pero yo imagino demasiado. Decidí fantasear con historias bonitas a raíz de sus manchas para luego contárselas. Historias de aventuras que hubieran tenido el insecto y la araña. “Alguna de mis historias habrá de llegarle al corazón” -me decía a mí mismo-. Le hará ver que sus defectos aparentes para mí no son más que los borrones de una virtud inhibida que lucha por ser conocida.  Yo sólo quería que supiese que no me importaban, que yo iba a aceptarle igual; tal y como era, tal y como él me había aceptado a mí. Le abrazaba en sueños mientras imaginaba. Y tanto imaginé… que me equivoqué. Las historias dejaron de ser de belleza. O tal vez sí lo eran… pero, no lo sé, de otra manera. Creo que en esta otra manera fue en la que me empezaron a asediar sensibilidades contradictorias, imposibles y, hasta injustificables. Las mismas que me perseguían fuera, de las que escapaba, las tenía ahora también en mi rincón escondido de reposo. ¿Por qué? No era mi culpa. Pensándolo bien, yo realmente no había decidido nada pues la fantasía me había venido sola, sin pedirla. Como sola y sin decidirlo me vino una antigua ternura sepultada en mi alma. Esa, la que un día hube de enterrar, era la misma que ahora tenía que sacar si me quería salvar. La desenterré desesperado para contarle la historia definitiva. La historia que si algo le tocó no fue el corazón, la historia que lo sacó del espejo. La historia, con la que las historias dejaron de ser historias. Me alcanzó casi como un meteorito, uno de esos pensamientos intrusivos, pero uno tras otro como fractales en hilo de historia convertidos. ¿Es posible que una voz, como a Víctor Hugo, me la hubiese dictado? Suena increíble, pero es que tampoco recuerdo escribirla, tan sólo repasarla, en el baño, como un reflejo. Me dejó varias noches seguidas en vela antes de atreverme a contarla: la despedida del insecto. Esta narración hablaba del final con la esencia del inicio. Esta es la narración de cómo se conocieron y dijeron adiós la araña y el insecto:

No hace mucho tiempo, en las profundidades de un bosque negro, una araña más oscura aún estaba cansada de tejer sus telarañas. No sabía por qué lo hacía pues ella no se alimentaba de insectos, sino de la sabia que el árbol donde vivía le proporcionaba. “No sé por qué lo hago” -le contaba al árbol, silencioso y paciente conversador- “no entiendo por qué sigo tejiendo algo que no quiero ni me vale para nada porque tampoco es que nada me aporte… pero entiéndeme, por favor, es que no puedo parar, me aterra dejar la mente en blanco”. No soportaba la monotonía, pero en ella pasaba los días. También, le contaba al árbol que estaba deprimida. Ella sabía que en ese blanco de su mente penetraban los dibujos más tristes. Ese blanco nunca era blanco. Los bichos que caían en su red y se quedaban pegados al instante los liberaba, eran de un color rojizo muy llamativo, pero aun así no le decían nada, porque eran todos iguales. Pero, una noche, quedó prendado uno blanco que era distinto. Y no por lo que era, sino por lo que le hacía sentir.  Y, la araña, sin saber por qué, envuelta en una sensación extraña, al momento se enamoró de él y el insecto de su tristeza se enamoró. Al principio, pensaron que el dolor de los dos acabaría porque por fin había llegado eso que llaman AMOR para salvarles… pero no fue así. Quererse no vale siempre para salvar al amor. Ella seguía siendo una araña y él, un insecto. El blanco y el negro es la combinación más elegante que hay y la elegancia puede camuflar la realidad, pero no la cambia. Hicieron planes, proyectaron una vida ideal juntos, pero supieron que no podían llevar esa rutina de ensueño fuera de ese bosque negro, que proyectaba su final.  Y así resbalaban dolorosos los días y el insecto veía con pena e impotencia cómo su araña más y más triste se ponía. La tristeza de la que ciertamente se había enamorado, pero ahora, soportarla no podía. Hasta que, un amanecer, se le vino una idea a la mente:

– ¡Haremos una cosa! -exclamó emocionado a su dulcemente idealizado octópodo-.

-Dime, amor.

– Yo te mentiré y tú me mentirás.

– ¿Mentirte? ¿Yo? ¡Pero cómo me puedes estar pidiendo esto! Amor.

– Será como un juego. No pasará nada. Nos voy a sacar de nuestro pesar. Por fin, pasaremos de compartir pesadumbre a compartir felicidad.

– Cuéntame. ¿Cuál es esa mentira que debemos contarnos para que nuestro amor sobreviva?

– Tú eres una humana, una niña, que está enamorada de otro humano, que soy yo, un niño, tu mejor amigo. Nuestros padres son ricos, lo tenemos todo. ¡Y tu amor por mí es el más correspondido! Hazme caso, sólo funcionará si te lo crees de verdad, mi Araña.

– Vale, amor mío, lo intentaré…

Y así fue. Eran el niño y la niña más felices del mundo, que se amaban y respetaban con el cariño y respeto mutuo y puro que sólo en los niños se halla, y sólo alguna vez.

El niño miraba a su mejor amiga y pensaba… ¿quién era ella? Su mejor amiga, un pequeño mundo descomunal que se le abría para dejar sus miedos atrás y temer sólo que se rompiera esa pequeñita frente de cristal. Dejaba de jugar solo para penetrar en un diminuto universo infinito de fragilidad en el que podía amar con toda la bondad de su corazón.

La niña miraba a su mejor amigo y pensaba… ¿quién era él? Su mejor amigo, a quien más quería, quien más la conmovía. El ser atemorizado que conocía su fragilidad, porque él la podía ver como no podían los demás, porque a él, le podía contar con detalles lo que a los demás tenía que disimular. A él, le podía cuidar.

Lo tenían todo y todo se contaban. Pero, había ratos… de un silencio para sospechar, de unas explicaciones más sospechosas aún. Un problemático misterio de naturaleza. Había algo que el niño no revelaba a su amiga, y esto era que era un insecto… y había algo que la niña no revelaba a su amigo, que era una araña.

Y en una mañana de silencio, pasaron del todo a la nada. Sin decir una sola palabra, el niño dejó sola a su amiga y se fue. Se fue, queriendo no volver a jugar con nadie, se fue; más roto de lo que puede romperse un hombre, se fue; sabiendo que los héroes de sus películas siempre se quedaron, se fue; con la imagen en su cabeza de su amiga llorando desconsolada, se fue… se fue.

Al acabar mi historia, el último verbo se pegó a las paredes del aseo, que comenzaron a tornarse pegajosas. Las tocaba y creía que era resina hasta que supe que no, que era una densa tela de araña que me atrapaba sin yo poder hacer nada. Se me vino el pánico. Esa sensación de angustia y dolor sin esperanza de descanso. ¿Puede haber algo más horrendo? Una idea de dolor fundida en el cráneo de la que no me podía deshacer. Esto era lo que más me dolía. Pero pensaba “ahora es distinto, ahora tengo a mi amigo, a mi Momia querida. Ella siempre me ha sabido consolar y también en esto lo hará”. En estas palabras confiaba mi alma; en esto, me repetía y así a mi alma engañaba. “¡Nos prestaremos ayuda mutua!” Pero yo veía que mi Momia cada vez más y más triste se ponía. Esto me contaba siempre desde dentro del espejo, a partir de esa vez, que estaba muy triste. Entraba en el Pensadero y me lo encontraba ahí tirado, con las piernas dobladas, derrengadas, los hombros caídos, sin querer hacer nada. No entendía el final de mi historia y esto le derribaba. Y eso que yo me dejaba los sesos por contarle algo que le animase, algo sobre una posible quimérica vida feliz por separado de aquellas inseparables almas. Pero el problema era que yo no creía en esa segunda parte y había perdido tanto la inspiración que todo me daba miedo. Todo acababa en desconsuelo. Mi amigo caía y yo no podía verlo, puesto que sentía que evitar su caída no podía. Es ese instante en el que levantas la vista y ves al ser querido al borde del precipicio, miras abajo, a la penumbra y sabes que es ahí donde va a estar, donde va a residir, pero te toca esperar. Cada intento era en vano y me desesperaba. ¡Pero no podía dejarle caer! Tenía que ser fuerte. Jamás me lo perdonaría. De modo que seguí pensando, imaginando algo que pudiera salvarle. Entonces llegó todo lo peor. No recuerdo cuáles fueron sus primeras palabras sin cristal, pero sí el día en que empezó a hablarme desde fuera del espejo. Recuerdo bien ese día, o esa noche… quizás lo recuerde mal, no sé cuánto tiempo llevaba queriendo volver a entrar en nuestro único lugar de encuentro, en el Pensadero. El lugar donde éramos como éramos. Entré y estaba sentado en el retrete, esperándome, con las vendas enmohecidas. Nunca pensé que su voz fuese como era fuera, así, tan sumamente triste.

– ¿Por qué insecto abandonó a araña? -compulsivamente me interpelaba-.

– No lo sé. -contestaba yo repetida y mecánicamente-.

Mi respuesta lo dejaba tirado sin poder levantarse, sin poder hacer nada. Entraba y ahí estaba, abatido en la misma posición que lo había dejado. No podía más, mi corazón no toleraba seguir viéndole en ese estado. No se me ocurre peor castigo que tener que ver así a un ser querido. Y, al final, yo le abandoné en el baño. Encadenado a la tela de araña. Ya no quería seguir escuchando, no podía, me horrorizaba; siempre la misma pregunta, me agujereaba las entrañas. El problema de fondo, era que yo sí sabía por qué el insecto había dejado a la araña. Y creo que él sabía que yo lo sabía y por esto comenzó a perseguirme fuera del baño. Venía a verme por las noches: me arropaba, me daba un beso de dulces sueños con los labios libres de vendas que desde el inicio se había dejado, se acostaba a mi lado. Yo sabía que me miraba. Me decía y me repetía que ya no era el de antes, el del baño, que había cambiado, que nunca jamás volvería a preguntarme nada tan entristecedor. Que le daba igual mi respuesta, ya no la quería. “He cambiado mis vendas”, me decía, “son nuevas y mis manchas ya no se trasparentan”. Lo malo, era que yo no le creía, no era capaz pues sus manchas seguían adivinándose debajo del vendaje. Y ahora, también las podía ver en mí. Porque yo también le había mentido, porque sí sabía por qué el insecto se había ido. Y no es esta toda la verdad porque la verdad era que no se había ido. La verdad es que nuestra naturaleza animal no se puede cambiar e Insecto había perecido devorado por Araña. ¿Por qué? ¡Si la quería más que a nada! Sí, e Insecto lo sabía, no lo dudaba, pero también sabía que su mejor amiga era una araña. A veces, la realidad es tan dura que sólo se sobrevive en la mentira… hasta que la araña te zampa.

– ¿Por qué el insecto dejó a la araña? -me preguntó otra vez a pesar de sus promesas porque así era su naturaleza-.

– No la dejó. No se fue. No pudo pues esa mañana fue engullido por ella.

– ¿Pero por qué, no le quería más que a nada? -me volvió a rogar con incredulidad y más odio que nunca-.

De nuevo me quedé sin respuesta. Y así aguanté no sé cuánto, con mi sistema nervioso exhausto, deshidratado, destrozado, tratando de esquivarle. Llevé al límite mis fuerzas físicas y mentales hasta que, un día, le abracé, me até fuerte con sus vendas a su piel después de desnudarle y tuve el valor de preguntarle yo, pellejo con pellejo:

– ¿Sabes por qué nunca pienso? -me temblaba la voz-.

– Porque no quieres volver al Pensadero.

– Porque, ahí dentro, siempre hay una pregunta más.

Nos quitó las vendas… y nunca más pensó.

FOTO: Samuel Martín

TEXTO: Sergio Carro