Desperté confuso tras una grave enfermedad. Estaba solo, vagando de un lado a otro sin tener adónde ir. No podía hablar con nadie y caminaba con unos nervios internos que me arrebataban el claro pensamiento. No había ni abrigo ni consuelo en aquel páramo. No terminaba de ser yo. Me perdía. Lloraba.
Dudaba de mis sentimientos y sobrevivía envuelto en raros pensamientos. ¿Quién era yo antes de caer enfermo? Sentía que echaba en falta a alguien, mas no sabía a quién.
Incontables veces me enternecían los retazos de belleza que andaban diseminados en mi alma, pero no ignoraba los detalles lóbregos que también allí anidaban. Mantenía así una ardua lid interior que no me dejaba descansar. Torturaba a mi mente al tenerla pensando de manera continuada y, aun así, seguía pensando. Y es que tenía emociones sorprendentes, alteraciones que se tienen en situaciones que no había vivido, en vidas que no eran la mía.
Así subsistí, en perpetuo anhelo, hasta que comencé a recordar. Fue el olfato el principal sentido que fomentó mi remembranza. Los evocadores olores eran cada vez más intensos y de una dulzura que creía no haber degustado, por familiar que resultara a mi paladar.
Comencé a sentir un antiguo brío. Oí un palpitar en la letanía. Era el latido de mi corazón, del cual no me acordaba. Había vivido todo ese tiempo sin él y de repente lo escuchaba latir en las lejanías. ¿Dónde habría dejado mi corazón?
Seguí el latido y llegué a la tierra oculta donde me encuentro ahora. Es un lugar árido y estéril.
Un lobo titánico se me acerca:
-Vaya, ¡has conseguido volver! -Exclama el lobo, fascinado.
– ¿Volver?
-Sí, tú viviste aquí una temporada, y fuiste muy feliz.
– Tu voz solemne me suena, pero… ¿no hay nadie más aquí? ¿Viví aquí sólo contigo?
-JAJAJA -ríe amablemente-. No, por mucho que pidieses la soledad del lobo nunca habrías sido dichoso estando únicamente conmigo. Aquí viviste también con tu hija Karina. De hecho, ella te trasladó aquí, tú no habrías descubierto este paraje sin su ayuda.
– ¿Karina?
Este lobo sabe más de mí que yo. ¡Por supuesto que moré aquí con mi hija querida! ¿Cómo pude olvidarla? Seguiré interpelando a este lobo sabio:
-Recuerdo a Karina. Entonces dime, ¿por qué me fui sin ella? ¿Por qué la abandoné?
-Voy a explicártelo. Yo no te juzgaré, no creo que pueda decirse que la abandonaste. Procura controlarte, porque esto que te voy a contar avivará en ti emociones que un día tuviste que sepultar para poder perdurar.
La funesta y bella historia del lobo
Tu hija halló este lugar cuando corría el río y la flora era abundante. Era muy pizpireta y rápido se hizo mi amiga. Me habló mucho de ti, me decía lo buena persona que eras y cuánto sufrías porque estaba enferma. Sí, ella estaba muy mala.
Me comentó que dejaste de leerle cuentos por las noches, de esos preciosos y con radiante final que tanto le hacían soñar. No le leías para evitar derrumbarte en su presencia por la pena; en vez de eso preferías acostarte sin tan siquiera darle un beso de buenas noches. Cuando me contó esto último enfurecí, pero ella me calmó. Nadie te entendía tanto como ella. Su comprensión y su perdón eran inauditos para su corta edad. Si creí en el cielo alguna vez, fue porque ella creía.
La ansiedad apenas te dejaba respirar. Tenías que dar bocanadas de aire porque te faltaba el aliento. Te ahogabas porque la veías en la profundidad de un mar negro, rodeada de los monstruos de tu imaginación terriblemente agitada; y tan sólo podías bucear y seguirla de lejos, hundiéndote con ella sin remedio.
Querer ahogarse, morir para ir al más allá y proteger allí al ser más amado es uno de los sentimientos más irracionales y espectaculares que podemos encontrar en la vida humana. No me atrevo a llamarlo hermoso.
Mientras tú, en tu cabeza, ya la habías enterrado, yo todavía disfrutaba de su sonrisa, su inocencia y su bondad. Ella conocía el Secreto de este lugar, y es que aquí hay recuerdos que pueden cobrar vida: los recuerdos del amor.
Y un día te trajo. Quería que me conocieras, quería que volvieses a ser su padre y estaba convencida de que yo y la deleitosa vegetación lo conseguiríamos. Tenía razón. Te conté el Secreto de los recuerdos del amor y volviste a ser ese padre cariñoso, volvió el brillo a tus ojos. No había nada más reconfortante para mí que veros pasear por la orilla del río.
Incluso parecía que tu hija iba a curarse en esas aguas medicinales, pero no fue así. Murió, con esa placidez con la que sólo puede morir un ángel. Y al instante dejó de caer agua de la cascada de la que había estado bebiendo toda la belleza. Se secó su recuerdo, se evaporó su sueño.
Deambulaste un momento por las piedras del río seco. Hablabas solo, con un brazo ensamblado al torso y con el otro haciendo como si todavía fueses de la mano con Karina. Mi corazón se fragmentaba al verte.
Entonces te vino a la cabeza el Secreto e intentaste recordar a tu hija. Pero habías enloquecido de tal manera que tu trastorno dio vida a un recuerdo tan imperfecto, horrendo y… que decidiste enterrarlo atándolo a sedientas raíces.
Te fuiste. Casi mueres de pena, solo y tan lejos de aquí como siempre temiste. Si duda rezaste que nada te arrastrase fuera de esta paz. Y al final fue el ser que más querías quien te hizo pasar al otro lado del salto.
Pero has vuelto; gracias a los vestigios impresos en tu alma, concretamente gracias a los vestigios inolvidables. A veces Dios permite que sus hijos pierdan la cabeza, hasta el punto de dejar de reconocerle, mas no que pierdan sus vestigios inolvidables. Y a través de estos vestigios el alma dulce sabe reconocer lo que a ella pertenece.
-¿Y qué son esos vestigios?
– Son las huellas de nuestro ser que dicen quiénes somos y de qué mundo venimos. Son la salvación de los locos, de los que han perdido el concepto del amor sin desearlo. La absolución de los que han caído en el vicio y el pecado con lágrimas en sus ojos desgarrados. Nuestro Padre, cuando ve que no hay razón en un hombre, busca en sus vestigios inolvidables, allá donde sólo Él puede mirar.
-¿Quién eres tú?
-Soy el vestigio más hermoso de tu hija, su soledad e intimidad. Me trajo de otro mundo lejano, igual que trajo el agua al poner en ese muro rocoso una cascada. Por la catarata fueron descendiendo todos sus lindos sueños; vestigios que heredó de ti y que estas tierras rociaron.
-Pero ahora todo esto no es más que otro desierto. Y, por lo que infiero de tus palabras, tú y este lugar sólo existís en mi pensamiento, después de haber habitado también en el de mi hija.
-Las historias más impresionantes, las más tenebrosas y las más hermosas, ocurren siempre en las mentes. Especialmente en las de los locos.
TEXTO: Sergio Carro